Bolívar no era corrupto

Bolívar es como un árbol en cuya ramazón cabemos con comodidad los venezolanos y en cuyo nombre invocamos cualquier tipo de causas. Eso dijo el poeta Andrés Eloy Blanco en los años cuarenta del siglo pasado, y algo parecido repitió después el historiador Briceño Iragorry ante los rituales del culto cívico.

En efecto, lo hemos sacado en procesión desde los tiempos de Guzmán, para que más tarde se convirtiera en el santón más socorrido de crespistas y anduecistas, de gomecistas y antigomecistas, de marxistas y socialcristianos, de adecos y medinistas, de demócratas y perezjimenistas, de ricos y pobres.

Por eso su cuerpo reposa en el centro del Panteón Nacional, que era una antigua iglesia a la que le quitaron el sagrario para colocar en su lugar los restos mortales del héroe. Allí está El Libertador, por lo tanto y sin discusión, en el que fuera lugar para el resguardo de las hostias consagradas.

Que los chavistas lo invoquen y le hagan otro altar no es nada nuevo. Que lo propongan como precursor del “socialismo del siglo XX”, tampoco debe convocar alarmas. Que su espada camine por América Latina parece asunto rutinario. Si ya lo habían proclamado los adecos como fundador de la ecología, ¿podían quedarse atrás los revolucionarios de la actualidad?

Si después dijeron que se nacionalizaba el petróleo debido a un mandato del Padre de la Patria no nos deben sorprender las hipérboles restablecidas por Hugo Chávez. Sin embargo, existe una pavorosa disonancia en la asociación realizada por los actuales mandatarios con la figura del venerado personaje, un vínculo que convida a la repugnancia.

El régimen inaugurado por Chávez y continuado por Maduro es, para propios y extraños, uno de los más corruptos de nuestra historia, si no el más corrupto sin ningún tipo de atenuantes. Simón Bolívar, El Libertador, el padre de la patria, no merece que se le asocie con esta caterva de truhanes.

Los chavistas se llenan la boca con la evocación del prócer, mientras atiborran sus bolsillos con dinero mal habido. Uno de los hombres más pulcros de la Independencia, ajeno a chanchullos que involucraran los dineros de la república en ciernes, aparece ahora en la vanguardia de una caravana de delincuentes cuya fama ha traspasado las fronteras.

El mandatario a quien le sacaban ronchas los funcionarios inescrupulosos, que no quería ver ni en pintura y a quienes alejaba de su presencia como si fueran apestosos, sufre ahora la inmerecida parejería de un elenco de burócratas dignos de la cárcel por sus depredaciones. Lo nombran desde que Dios amanece y forman con él una amalgama indigna de quien se caracterizó por una honestidad sin sombras.

Bolívar no fue un corrupto. Quizá tampoco fuera todo lo que el culto patriótico le ha atribuido, pero un altar sin exageraciones no sirve para mayor cosa. Sin embargo, que los corruptos lo conviertan en excusa y escudo, que lo usen como rehén ante los ojos de los venezolanos de buena voluntad, debería provocar una rebelión de las conciencias.

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