“El sitio natural para el ser humano es la ciudad” (…) “mientras si vive en el campo no tiene otra cosa que hacer sino echar azadón o manejar el tractor, ordeñar vacas, y no más”. Enrique Peñalosa.
Una parte de la clase política colombiana pareciera seguir pensando que la etapa colonial no ha concluido y por ello los señoritingos de rancios apellidos de la capital, son los destinados a regir el destino de todo y todos, incluyendo el de los provincianos que solo justifican su existencia siendo sus servidores, proveedores de comida y de votos.
Miremos tres ejemplos en la actual contienda electoral, todos ellos parte de la dirigencia paramuna, víctimas de soroche o mal de altura, que miran por encima del hombro a los ruanetas de la “provincia” que lastimosamente toca abrazar en campaña, y a la que hay que ir en la incómoda búsqueda de votos cuando se están desinflando en las encuestas. Qué pereza ir a debates y tener que dar cuenta ante la plebe, si ya con montarme en bicicleta por momentos debería ser suficiente para que crean que soy igual a ellos. ¿Para qué oír a los colombianos si los que tienen que oír, oírme, son ellos a mí?
U otro aspirante a presidente, pero por ahora resignado a ser segundón de otro con apellido más “importante” que el de él, que no tolera ser cuestionado y que de serlo, se enoja.
Solo un convencido de tener la altura política del expresidente Lleras por vía de los cromosomas, puede sentirse con el derecho de decirle “gamín” a un ciudadano en Arauca que le preguntó insistentemente por el destino de las regalías. Que jartera tener que aguantarse a estos colombianos de los pueblos y tener que someterse a ser cuestionado por el vulgo. “Esto no es un consejo comunal, ni yo soy Álvaro Uribe”, dijo hace unos días. Pues claro que no lo es y se le nota.
He ahí la diferencia que los colombianos vieron durante ocho años y entendieron como la manifestación del Estado que no está circunscrito al Palacio de Nariño. He ahí la explicación de por qué a la aristocracia chapetona de Bogotá nunca le gustó tener un presidente que oliera a ganado ni a gente común, y que no les aceptó una invitación a sus cocteles, donde se devoran los unos a los otros mientras se invitan a almorzar y se abrazan.
Ese es el lugar donde se crió el candidato presidente, en el terreno de la apariencia y la falsedad y donde la traición no es una minusvalía moral sino que se le llama astucia y sagacidad diplomática.
No significa que para ser presidente se tenga que tener la ropa untada de tierra o ser de fuera de Bogotá. No. Ni más faltaba. Lo que hay que recordar a la hora de votar, es que el nuestro es un sistema representativo que necesita dirigentes que sepan que su papel es servir a los colombianos, y no ser servidos por ellos, y que no sean como esos niños de Nueva York que creen que el jugo de naranja sale de las neveras y no de los árboles.