Caradura

Sus ambiciones conocidas –no la paz sino el Nobel de la paz, y la reelección- rompen el saco de la decencia y la coherencia. El talante santista consiste en blandir las innobles armas de la desfachatez, la frescura, el cinismo y la impudicia para sobrellevar el pesado fardo de sus deslealtades, traiciones, reversas y entregas.

Abundan los comentaristas de los distintos medios en estos días, con razón, en señalar al presidente Santos de ser un mandatario falto de autoridad, entregado a las presiones de los más diversos sectores, prisionero de su aventura habanera. Sin pantalones, como coloquialmente se dice.

Sin embargo hay una faceta suya que es como la otra cara de la moneda, íntimamente ligada a la primera, que me impresiona, y que la hace más grotesca y peligrosa. Definitivamente Santos es un caradura. Hay quienes son cobardes o débiles de espíritu, pero se avergüenzan y apenan ante sus reveses o disparates y tienen algún reato de conciencia. Santos no.

Da las volteretas más insólitas, esconde los acontecimientos más graves mientras pondera nimiedades, hoy da una orden y mañana la contraria, resalta como logros fantasiosas realizaciones que solo existen en su mente, acusa a diestra y siniestra a quien se le ocurra de causar traumas que solo son frutos de sus propios yerros, y lo hace impertérrito, sin sonrojarse, como si nada.

El tiranuelo Nicolás Maduro, presidente de facto de Venezuela, hace apenas dos meses despotricó de Santos por atreverse a recibir a Henrique Capriles, real ganador de las elecciones. Con expresiones de grueso calibre lo acusó de enterrar a Venezuela una puñalada en la espalda, de aupar una supuesta conspiración contra su régimen, y puso en duda la continuación de Venezuela como “garante” del proceso de “paz” que a trompicones avanza en La Habana. Santos apenas moduló unas palabras para decir que había un malentendido y pasó de agache ante los improperios lanzados por Maduro, Cabello y otros funcionarios venezolanos.

Ahora sin inmutarse Santos se reúne con Maduro, estrecha su mano con una amplia sonrisa y no tiene empacho en agradecer, ¡quién lo creyera!, dizque las magníficas gestiones de Maduro en pro de la paz en Colombia. Del incidente de la víspera, ni una palabra. Como si nada hubiera pasado.  Envalentonado Maduro, que pese a sus limitaciones no es tonto, expresó en plural, dando a entender que el papel de Venezuela va más allá de garante, que "este es el momento en que hemos estado más cerca de que Colombia logre la paz". (Negrillas nuestras)

Todos recordamos el sainete de Santos y Chávez en la Quinta de San Pedro Alejandrino, transcurridas apenas unas horas de posesionado el primero como presidente. Después de haber criticado sin contemplaciones al sátrapa y denunciado los peligros que para Colombia y la región significaba el “socialismo del siglo XXI”, y de haber recibido de Chávez los peores calificativos, lo graduó como el nuevo mejor amigo y le extendió un cheque en blanco, tanto por sus agresivas medidas económicas de bloqueo al comercio binacional, como por su desaforado intervencionismo y su respaldo a los grupos narcoterroristas que nos asedian.

Mientras la guerrilla masacraba salvajemente a dos decenas de soldados, propinándoles incluso “tiros de gracia”, Santos vociferó en el parlamento el 20 de julio sobre su intención de jugársela a como diera lugar por el proceso de “paz”, sin dedicarle una sola sílaba a la atrocidad de sus interlocutores para no empañar el libreto. Como si nada. Pero como la ira nacional estaba desatada por la insania de los terroristas y la indolencia gubernamental, el mismo Santos que enmudeció el sábado en el Capitolio se explayó el domingo en lamentos ante las tropas y en grotescas órdenes de disparar y disparar contra los grupos ilegales. Tan imperturbable como el día anterior.

Aunque está demasiado desgastada la patraña de adjudicar a la “mano negra”, a la “extrema derecha”, a los “enemigos de la paz”, a los “corsarios” cuanto atentado o protesta sucede, o cuanta denuncia se formula,  sin pestañear el señor Santos gira en redondo y enfila su dedo acusador contra un senador de la izquierda, para endilgarle similares acusaciones, pero precisamente de la izquierda enemiga de la “combinación de todas las forma de lucha”.

Como no tuvo reato en calificarnos de cortos de entendederas al resto de sus compatriotas cuando respondió que lo que un general de la policía había expresado -que extrañaban a Uribe por su entereza y oportunidad para hacer frente a los problemas-, no era eso, pues lo habíamos interpretado fuera de contexto. Dicho sin tartamudear, para ser más precisos.

Hoy reclama a sus contertulios de La Habana por incumplir las reglas de juego pactadas, al revelarse un secuestro más, pero mañana irá a la Corte Constitucional a defender que se les otorgue impunidad. Inmutable.

Sus ambiciones conocidas –no la paz sino el Nobel de la paz, y la reelección- rompen el saco de la decencia y la coherencia. El talante santista consiste en blandir las innobles armas de la desfachatez, la frescura, el cinismo y la impudicia para sobrellevar el pesado fardo de sus deslealtades, traiciones, reversas y entregas.

Semejante actitud puede otorgar réditos en un momento. Permite esquivar uno que otro escollo, saltar tres o cuatro matones. Pero va labrando, sin atenuantes, el destape definitivo de la farsa y la ruina de su protagonista. Que no está lejos.

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