Casualidades de la guerra

Han pasado 15 años desde que mi madre me llamó y preguntó, “tienes tiempo a finales de julio o comienzos de agosto? Tu padre y yo hemos decidido suicidarnos y nos gustaría que vinieras a encontrar nuestros cuerpos”.

Mis padres, quienes vivían en inglaterra, eran refugiados checos del Holocausto.

Los padres de mi madre murieron en Lodz y Auschwitz. Mi padre me contó que su padre se había suicidado durante el traslado de judíos desde Ostrava a Nisko en 1939. Esta información puede haber venido de su madre, quien fue deportada a Minsk y asesinada allá en 1942.

Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, la buena fortuna trajo a mis padres a Londres. Se casaron en 1945, se establecieron como una pareja de académicos con dos hijos y empezaron a ascender en la escalera social y económica.

Por tanto tiempo como del que tengo memoria, ellos habían hecho claro que por causa de las muertes de sus padres, sus vidas eran propiedad de ellos, para continuar o ponerle fin como vieran apropiado.

La salud de mi madre había empezado a fallar cinco años antes de que me llamara a decirme que ella y mi padre estaban planeando ponerle fin a sus vidas juntos.

En respuesta a su macabra pregunta, dije, “puedo ir a Inglaterra la noche que se suiciden y luego ir a su casa con un médico y la policía, si eso es lo que quieren”. Pero no, eso no era lo que ella quería.

“Quisiéramos que vengas a despedirte de nosotros, vayas a Londres a pasar el día y luego regreses sola a encontrar nuestros cuerpos”. No soy tan fuerte; no podía acceder a hacerlo. Entonces mi madre dijo que harían otros arreglos.

Unas semanas después, a mediados de agosto, un médico fue llamado a su casa y encontró a mis padres muertos, con bolsas de basura amarradas en sus cabezas y almohadas sobre sus caras sofocadas. También encontró una declaración en la que explicaban su intención de suicidarse.

En octubre, el médico forense dijo: “tengo que estar seguro más allá de cualquier duda que ambas personas tenían la intención de ponerle fin a sus vidas. Lo han hecho así, estoy seguro”.

La mayoría de nosotros queremos tener algo de control sobre la manera de morir. Algunos quieren estar seguros de que podrán suicidarse; algunos quieren tener el derecho al suicidio asistido; algunos solo quieren cuidado paliativo; y algunos quieren toda la intervención médica posible.

Yo también espero tener algo de control sobre mi muerte. Sin embargo, mi experiencia con la muerte de mis padres me hace pausar.

Desde la muerte de mis padres, muchos de mis amigos han visto morir a los suyos en hospitales o bajo cuidado paliativo. Los envidio. Al privarme de este papel filial, mis padres me rechazaron con más fuerza de la que podían entender, o tal vez simplemente no les importó. ¿O acaso su petición para que yo fuera quien encontrara sus cuerpos un indicador de su gran amor por mi?

La muerte de mis padres es tanto un resultado del Holocausto como lo fue la de mis abuelos. Y es en los momentos más inoportunos, cuando estoy preocupada por mi propia salud, que tengo que enfrentar las seis muertes. Cuando un médico me pregunta por mi historia familiar tengo que decir, “mis abuelos murieron como judíos en el Holocausto; mi padre murió, según su autopsia, en perfecto estado de salud; y mis padres se suicidaron”.

Sherwin Nuland, el autor de “Cómo Morimos”, escribió que uno no puede controlar cómo muere pero puede tener algo de control sobre cómo vive. Pero me pregunto cuánto control sobre mi muerte es bueno para mi y, aún más importante, para mis hijos y nietos. Son ellos, al fin y al cabo, quienes tendrán que ocuparse con la manera y las consecuencias de mi muerte cuando yo ya no esté.

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