Colombia: los niños del hambre

Hay zonas identificadas donde desnutrición, sed y deficiente atención en salud cobran vidas de menores. Es una vergüenza que se quiera negar el problema con cifras ampulosas de inversión.

Niños con tallas y pesos promedio inferiores en relación con su edad, madres gestantes también con rasgos de desnutrición, localidades donde chicos de dos y tres años apenas han tenido por único alimento la leche materna. Falta de agua en cantidad y calidad potable. Precarios servicios de atención médica. Una solicitud de medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh), de hace dos meses, y varias alertas de la Defensoría del Pueblo. Pero continúa el registro de más muertes de menores en Arauca y, en especial, en La Guajira.

Pasa en Colombia. A menos de una hora en avión de Bogotá, desde donde el Ministerio de Salud (ver contraposición de este editorial) emite comunicados que controvierten los fundamentos de las denuncias de las comunidades y las informaciones de prensa. Cuando solo la repetición de las muertes de niños durante los últimos tres años, atribuidas al hambre y la sed, deberían ser motivo de preocupación y respuesta del Estado.

Estadísticas oficiales, citadas por el diario El Heraldo de Barranquilla, reportan que en 694 rancherías en Uribia, Manaure y Maicao, habitaban 84.000 personas en 2014, de las cuales 3,2 por ciento eran niños con cuadros de desnutrición. La Defensoría del Pueblo ratificaba en otro informe del mismo año que se trata (además en la Jagua del Pilar) de poblados con altísimos índices de Necesidades Básicas Insatisfechas.

A mediados de 2015, el periódico británico The Guardian calificó La Guajira de región “pobre y olvidada”, que muere de sed en medio de la dureza del clima, el agotamiento de las fuentes de agua y la corrupción oficial.

Lo más doloroso para un país que hoy se enoja en las redes sociales y que se cruza mensajes de indignación es que la desnutrición de la infancia en algunas zonas periféricas está reducida a estadísticas que pretenden controvertirse con cifras millonarias y distractoras de inversión que hablan de carrotanques con agua y programas de salud pública que, en la práctica y la realidad, la gente no ve.

Apenas para este 12 de febrero está anunciada la reunión entre las autoridades colombianas y los voceros de las comunidades wayuú, para dar aplicación a las medidas cautelares solicitadas por la Cidh.

Se sabe que existen también diferencias (el cuerpo sagrado), limitaciones (de lenguaje e incomunicación) y taras culturales (como el machismo perezoso de algunos jefes de hogar indígenas) que inciden en la protección oportuna de los niños. Pero a ello no se puede atribuir una crisis tan dramática, extendida, estructural y profunda.

La muerte esta semana de otros niños procedentes de una región donde se acepta hay una desnutrición del 3,4%, frente al 0,9% promedio del país, no puede pasar como un escándalo producto de la desinformación y la manía tan colombiana de juzgar sin argumentos y pruebas.

Aunque se hable de 222 pozos abiertos los últimos meses para dar agua a La Guajira, de 373 millones de litros en carrotanques enviados desde 2014 y de unos 100 mil millones de pesos anuales en programas alimentarios, la hondura del problema exige respuestas gubernamentales concretas y de largo plazo, pero desde ya.

Una sociedad deseosa de cambiar sus realidades de violencia y pobreza no se puede permitir tanta aridez humana. Menos cuando los que engrosan las listas de esta hambruna mortal son los niños.

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