Colombia-Nicaragua: hora cero

Está bien claro que no pretendemos darle noticia alguna, querido lector. Cuando lea usted estas líneas, ya tendrá bien conocido el contenido de la sentencia de la Corte Internacional de Justicia que habrá dirimido el conflicto entre Colombia y Nicaragua, por los cayos y aguas vecinos a San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Lo que proponemos son reflexiones que aplicarán con provecho a cualquiera que sea el alcance y sentido de ese veredicto.

 

Durante más de doscientos años hemos ejercido posesión quieta y pacífica sobre los mares y las tierras en disputa. Si se aplicara el viejo principio del "Uti Possidetis", todo lo que se discute quedaría de nuestra parte. A Nicaragua solo le asiste una cuestión de vecindad, que es obvia, y quién lo creyera, una imprudencia de nuestra canciller y el silencio cómplice y demoledor de nuestro presidente.

 

En este partido no hay empate posible. Cualquier tramo de esos mares y cualquier número de los cayos en discusión que se le adjudiquen a Nicaragua, representarán para ella un triunfo sonoro y rotundo. Lo que significa que esa nación lo tiene todo para ganar y nosotros todo para perder. Nada de lo que Nicaragua busca lo tuvo algún día. Todo lo que pedimos que se nos reconozca fue por doscientos años del dominio nuestro.

 

La cuestión que se debate había tenido impecable manejo de parte de Colombia. Los presidentes se sucedían, de un partido y de otro, y la coherencia y la unidad en la materia eran absolutos. Nuestros representantes, los excancilleres Julio Londoño y Guillermo Fernández de Soto, obraron con celo sin medida, con sabiduría y con ilustrado talento. Nada faltó a ellos y nada a los insignes abogados internacionalistas que los acompañaron en la contienda. Y la razón y el derecho nos asisten. ¿Dónde quedaría, pues, la duda?

 

Todo fallo es un riesgo. Tal vez por eso las sentencias tengan ese nombre ambiguo y azorante. En nuestro idioma, fallo es la última providencia del juez que cierra una causa, pero también sugiere la equivocación, la falta, el error en la apreciación de los hechos o en la selección del derecho aplicable. A eso estamos sometidos, como a cualquier litigante, en cualquier causa, le pasa. Desde que se acude a un tercero para dirimir disputas y zanjar distancias, ambas partes quedan expuestas a lo falible de la humana condición.

 

Pero mentiríamos si calláramos la desazón que nos produjeron las inconcebibles declaraciones que nuestra canciller dio para el público hace algunos meses. Porque quiso anticiparse a cualquier mal momento para Colombia diciendo que esa Corte ama los empates, la justicia acomodada, el partir por mitades para que ambos queden satisfechos, o queden indignados, según como entiendan lo ocurrido. Con lo que consiguió dos cosas: dar la impresión de que a Colombia no le vendría mal una partición y que no siente respetables a los jueces. ¡Y quién sabe cuál de las dos será peor!

 

Como cualquiera puede imaginar, más se demoró nuestra imprudente ministra en salir con ese disparate, que los abogados nicaragüenses en ponerlo en conocimiento de los magistrados. Solo quedaba el presidente. Nos imaginamos que la desautorización sería fulminante, y que habría crisis en nuestro servicio exterior. Pero no pasó nada. Santos juzgó, y juzgó muy mal, que reprender a su canciller sería un mal mensaje, porque demostraría lo que siempre niega, que su Gobierno es falible. O tal vez no entendió la magnitud de la torpeza cometida, mal aconsejado y mal preparado en éste como en otros campos de su desempeño. Y guardó silencio. Un silencio atronador, que nos taladra el alma en vísperas de este acontecimiento.

 

En los últimos días, cuando la suerte está echada, ministra y presidente han querido enmendar la plana con declaraciones juiciosas y contundentes. Demasiado tarde. El daño que se pudo hacer, estaba consumado. Y a los colombianos no nos quedará más consuelo que lamentar el que tuviéramos, para tan grande causa, tan pobre equipo de gobierno.

 

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