Concelebrando el cumpleaños de Fidel

Fidel siguió allí como si nada, momificándose en el retiro de sus mansiones con vinos reservados.

Algunos intelectuales, muchos aún para mayor confusión de este mundo, están celebrando con ditirambos el cumpleaños 88 de Fidel Castro, el dictador más viejo del planeta, y todavía lo consideran una personalidad de genio en la vida política contemporánea. Como muchas de ellas, yo también en la adolescencia remota vi en Castro a un redentor. Desde cuando las revistas norteamericanas en los tiempos heroicos de la Sierra Maestra publicaban fotografías del joven guerrillero abrazando un fusil en vez de una cruz, en un gesto de pureza que mejoró un enero al entrar en La Habana junto a sus tropas sucias pero triunfantes, pandilla de apóstoles de un nuevo evangelio.

Entonces Cuba se convirtió en el centro de la cultura mundial. Allá iban a investigar el proceso los representantes más conspicuos de la cultura: Sartre, Cortázar, García Márquez, Ernesto Cardenal y hasta Óscar Collazos y los nadaístas Elmo Valencia y Pedro Alcántara y los poetas africanos, que a veces servían de jurados de los concursos de la Casa de las Américas por el ron, y celebraban a volver a casa el experimento liberador. La esperanza de un nuevo orden que por desgracia se fue degradando en una tiranía de corte estalinista.

La tiranía había sido anunciada desde el principio por los fusilamientos de los primeros años de revolución, el asesinato de Camilo Cienfuegos y el encarcelamiento de los amigos, pero no nos dimos cuenta. Y pronto comenzaron a recortarse las libertades y los juicios a los inconformes, y ascendió en el horizonte el sol negro de ese argentino emblemático llamado el Che Guevara, que aunó en su personalidad un carnicero rapaz y un cruzado antiguo, y que se sentía don Quijote, y predicaba un incendio universal, un Vietnam olímpico con tableteos de ametralladoras y cantos de guerra y de victoria, según su prédica de paranoico.

Entonces muchos de los escritores de la barra le retiraron su apoyo al comandante singular, mientras este envilecía impune la isla de Martí y azuzaba la violencia a lo largo y ancho de América Latina, obnubilado por su utopía sin esperanza, hecha de babas, sustentada en unos discursos kilométricos que se hicieron famosos por lo largos como si confundiera la prolijidad con la sustancia.

Hoy Castro, un anciano obsesionado por el tiempo, sigue empantanado en el discurso ciego del antiimperialismo yanqui que fue la careta que se pusieron en la segunda mitad del siglo XX los propagandistas, oportunistas o inconscientes, del imperio antagónico de los soviets que recrearon el infierno en la Rusia de los zares, hasta cuando Gorvachov desmontó el diablesco aparato levantado por Stalin sobre las teorías del marxismo de Lenin, dejando a Fidel en el desamparo. Sin sustento ideológico y sin los subsidios del Kremlin.

Pero Fidel siguió allí como si nada hubiera sucedido, momificándose en el retiro de sus mansiones con vinos reservados, hipnotizando a los incautos hasta hoy con su labia ladina. Con la promesa de la ciencia médica cubana, la nueva agricultura, las nuevas vacas modificadas, los cerdos milagrosos, el último plan para mejorar la vida.

Castro es hoy un personaje más patético que admirable. La tristeza de su mirada, tan distinta de la crística que divulgaban Time y Visión, expresa el sentimiento inconfesado del descalabro de su sueño narcisista. Y juro que me duele en el alma escribir esta nota, como si desnudara el fracaso de un padre.

A mí también me hubiera gustado ver realizada en la isla la justicia en libertad, la fiesta del humanismo que alimentó nuestros sueños de juventud. Pero irremediablemente su reforma de la vida me recuerda a Cecilia Jiménez, la señora de Zaragoza (España), que restauró el Eccehomo y se convirtió en hazmerreír del mundo. Sobre todo porque como ella, Castro porfía en el convencimiento de que si no le quedó divina la tarea en todo caso es destino turístico.

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