Crimen y vampirismo

La transición venezolana, hacia la “Patria” o hacia la muerte, está tirada hacia la farsa. Y el presente es una inmundicia.

Se puede trasegar el momento apartando la cara hacia otro lado. Nosotros los venezolanos somos púberes, infantes, y aborrecemos lo incómodo, lo malo, aquello que nos suena a infeliz emergencia.

Nada de malas noticias, de cosas importantes. Nada de gravedades.

Lo importante para nosotros es no despertar.

“Mi mentira, mi nada”.

De ahí la reacción ante estos recientes crímenes bochornosos. El del diputado Robert Serra y la joven María Herrera, que son distintos y parecidos a la vez. O ante el de Mónica Spears, sacudidor y tremendo por su carga cegadora de America Horror Story. Todo tan similar al del desfigurado Otaiza, en Turgua. O aquel de Jesús Aguilarte. O al de Wilmer Moreno. O a aquel del fiscal Danilo Anderson. O…

Por cierto, ¿quién mató a Danilo Anderson?

Todos y tantos otros crímenes por segundo, a los que tanto el presidente de la República como Diosdado Cabello y el resto los hombres fuertes del régimen, una vez ocurridos, escamotean de inmediato de su contexto real, sea La Pastora o la Regional del Centro o un matorral, para extrapolarlos a su esquema total y elemental de “Socialismo o Muerte”.

O “Patria o muerte”, que no es más que el marco brutal de un comportamiento extendido a una mentalidad límite, armada hasta los dientes, de patio de prisión o barricada. No a un país sano y civilizado. Es una psicopatía de crimen total que ha terminado por contaminarlo todo.

Manteniendo a la ciudadanía venezolana desde hace quince largos años colgada de ahí, bamboleándose al ritmo de las metralletas y los disparos, mientras que simultáneamente desde los gigantescos megáfonos del poder se nos inocula con un discurso violento que jamás, jamás, ha dejado de agredir.

Un casting que vampiriza el crimen.

Cualquier crimen.

Diariamente no dejan de reproducirse. De gotear. Mientras tanto, desde la platea, como en un gigantesco circo romano se aplaude o se condena, en medio de una jauría que copa el espectáculo, que chilla “¡Patria o Muerte!”, al tiempo que a todo lo demás se le ciega o se acalla o se ningunea, sin que nadie en su sano juicio alcance a discernir, por supuesto afuera de la fiesta, en la calle, si esto, lo que nos rodea, es el crimen como razón de Estado o el Estado como crimen.

Nadie.

Dicen que seis hombres mataron a este muchacho y a su asistente, luego de bajarse de sus súper-camionetas, armados como en el estado mejicano de Guerrero. Los amarraron, los amordazaron y los apuñalearon. Dos vestidos como santeros (se habla de un componente religioso, junto al resto de detalles de la escena del crimen, como de muchas armas allí).

En su vida. En su casa.

Se cansó de reiterarlo aquel líder: ¡Sí, estamos armados! ¡Ésta es una revolución armada!

No un país: una trinchera. Sin ciudadanos, sino soldados que sobreviven en esta fantasía de muerte y ritos oscuros.

Y el resto de la ciudadanía, que levanta sus muertos de la calle y de sus casas, son otra cosa. No importan, no están ubicadas en las tropas correctas. ¡Porque esto es una guerra, no un país! Y casi todo es espacio y gente a conquistar: blanco, o baluarte.

Ya se identificó a los autores materiales, anunció el presidente de esta especie de República de la Catástrofe, crispado y para luego añadir que también se ha identificado a los autores intelectuales en tiempo récord: el expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, y algo indiscernible que llama “la derecha de Miami”.

Y más nada.

Es decir: ¡otra victoria revolucionaria!

Se advierte la inmediatez del maquillaje. Y el espejo.

Es un pasquín. Y la implementación sobre la marcha, a espuertas, del levantamiento de una República de las fantasías.

Desgastada. Crispada. Torpe. Propia de un desvarío sensacionalista en este país crispado. Y al que se intenta inútilmente gobernar desde una Sala Situacional de creativos y publicistas bien pagados y en un permanente estudio de televisión. Que, ojo, antes era conducido por un animador estrella que ya no está, pero ahora se debaten tratando de salvar el programa con envergadura de un país que se asemeja más y más al patio de una prisión.

Y no hay aplausos.

¿El libreto? Se elabora y reelabora sobre la acción, que gira cada vez más en torno a la instigación al delito, a la violencia, a la anarquía. Aunque con un aditamento: la impunidad.

Pero la performance amenaza la propia supervivencia del programa. O, tocando piso, del modelo. Porque más allá del programa hay un país. Una nación. Abofeteada y despreciada por el delirio ideológico, pero ahí.
Real. Tangible.

Un país maravilloso que aún quiere, que anhela. Extraordinario país que sueña aún en las peores circunstancias con un sistema jurídico garantista y un poder judicial sólido, que lo desarrolle con imparcialidad e independencia, con firmeza democrática. Más libre, más solidario, más igualitario y, por supuesto, como decía el juez Garzón, más justo.

Uno con una independencia judicial que lo adecúe a una firme gobernabilidad. Y no éste, permanentemente desprotegido y asaltado por el crimen en esta especie de cohabitación inmoral e ilícita.

¿Quién mató a Danilo Anderson? ¿Y quién mató a los demás, que son tantos, demasiados? ¿Fuenteovejuna, señor? ¿Todos? ¿O ese Imperio del Mal tras el que se esconde la incapacidad de Miraflores?

Ese más o menos letal en el que la culpa es del otro, de un monstruo: el gigantesco imperialismo yanqui, el capitalismo, la derecha, allá afuera en el espacio exterior.

Esto ante una vasta población con sus cifras del crimen in crescendo. Tres mil seiscientos noventa y un cadáveres, recibidos en la morgue de Bello Monte en un año. Cuatrocientos veinticinco muertos en este Septiembre Negro sólo en la Gran Caracas.

Con un añadido copioso: la banda que secuestró y descuartizó al comerciante portugués José Enrique Maia Sardihna se formó en la cárcel de El Rodeo. Pues como nos martilla la realidad todos los días: el Estado Delincuente es un todo.

Todos estamos confinados en El Rodeo. Todos estamos en prisión.

Todos, incluyendo al Presidente y a los ocupantes de los Poderes y a Cabello y a la Fosforito y al que sea que nazca a partir de hoy, cuando las campanas están tocando a rebato.

Y al tiempo esta subcultura de violencia crece sin consecuencias, o con consecuencias banales.

En su momento los cuerpos de seguridad aseguraron respecto a la banda que asesinó a Mónica Spear y a su esposo (en ese caso no fue Uribe), que la habían desintegrado varias veces, cuando (como decía un sacerdote sabio) a una banda de criminales se la “desintegra” una sola vez, si eres policía y si eres Estado.

Una subcultura de la violencia desde el poder o en el poder, como de unas FARC gobernando desde unas trincheras con poder, desde colectivos armados en el poder y del ataque de palabra violento hecho desde el poder, con un modelaje de violencia desde el poder e imponiendo una conducta violenta desde el poder.

A sabiendas de algo consabido y banal: “Las personas de mayor prestigio: un futbolista, un gran artista, un literato de importancia, un Presidente, un gobernador, son quienes tienen mayor probabilidad (de acuerdo con la psicología social) de que sus conductas sean reproducidas”, como decía Alejandro Moreno.

¡Ay, aquel Presidente! Tan ejemplar, sinuosamente sutil al lanzar sus perlitas de palomas: ¡Extermínenlos!

O sea: no fue el hamponato sin freno quien mató al diputado Serra. Ni el discurso revolucionario y agresivo del líder que basculaba entre el odio y el amor en su desenvolvimiento bipolar.

Violento, aniquilador. No.

Eso no tiene nada que ver con la inoculación del miedo y la incertidumbre como objetivos de gobierno, con el Estado Delincuente que campea por sus fueros sobre todos.

Ni con esta mezcla de intereses que el ciudadano percibe y sufre, este maridaje que a partir de lo “revolucionario” y económico rompe cualquier diferencia en el campo de lo político, para facilitar el cruce de negocios ilícitos. Ni con la inseguridad ciudadana y sus cifras alarmantes, que en continuo fluir superan todas las estadísticas anteriores.

En esta inexpugnable caja negra donde las cifras se esconden, se manipulan, se niegan, se tuercen y se retuercen, para retirar bajo la alfombra los 7 mil 960 homicidios de 2001 y los casi 10 mil de 2011 y el promedio de 1.611 homicidios mensuales y los 53 asesinatos diarios, en el que un ejercicio de la más cruda impunidad evita que los crímenes se persigan y se castiguen, y donde desde el poder todo se relaciona con el “sicariato” pues, como es sabido, desde el punto de vista policial es la modalidad delictiva más difícil de perseguir.

Cabello: fueron sicarios. Maduro: fueron sicarios. El último ministro de Relaciones Interiores después de los 11 que ha habido desde el 2000 al 2011: es sicariato. (Y borren los videos. Nada de eso de que en 2010 se determinó que en los últimos tres años de cada 100 homicidios, 91 quedaron impunes. Sólo se habría hecho justicia en 9).

José Martí decía que es criminal quien sonríe al crimen (ojo: es Martí citado por Marcos Tarre y Tablante en sus momentos sublimes). Quien lo ve y no lo ataca, quien se sienta a su mesa, quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesados, quienes reciben de él el permiso para vivir.

Cántico leve en esta estructura de la delincuencia organizada, dueña de penales y ciudades, donde todo huele a búsqueda de publicidad. A maniobra de oportunismo político. A frivolidad política. A esa voz poderosa de quien ordena que, al terminar, arrojen las armas en un rincón. A esta silenciosa aquiescencia.

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