Cuarta generación

A mí, por lo menos, se me perdió la tercera generación de carreteras. La primera supongo sea la que convirtió el camino de herradura en carretera destapada, la común, la de siempre. O sea, como las calles de Bogotá.

La segunda generación fue la de las carreteras que se pavimentaron y ahora se están despavimentando. Como las calles de Bogotá. La cuarta es fácil —operación matemática y lógica de por medio—: dos carriles para un lado y dos para el otro, igual cuatro. ¿Y la tercera? De todas maneras, algo no cuadra. Puede ser el término generación, ahora cuando todo se genera y se maneja. ¿Será que se cuenta por generaciones para hacer una autopista? Cuatro generaciones serían 120 años, según la metodología de Julián Marías: cada tranco generacional es de 30 años. Si comenzaron a hacerlas hace ocho años, cuando nació Antonia, mi nieta, quizá sus nietos conocerán el sistema vial más o menos completo. Y las firmas contratistas habrán comprado los alrededores de todas las regiones por donde pasarán sus autorrutas, como se llamarán. Pasa, está pasando, ha pasado. V.gr.: Odinsa es la concesionaria de la carretera de dos estrechos carriles entre La Calera y Bogotá —el peaje más costoso del mundo: tres dólares por 15 kilómetros— y ha comprado terrenos al lado de esta vía para construir conjuntos cerrados. Una vieja práctica en el país: los constructores, en general políticos —como el caso que nos ocupa—, tienen información privilegiada sobre el trazo de la vía y la opción de comprar antes que nadie para luego especular con los predios.

Hay que pasar la página e imaginar lo que será una carretera de cuarta generación ya terminada, que hemos pagado cuatro veces porque es trazada por abogados expertos en contratos salpicados de incisos y multiplicados de otrosíes. No será fácil usarlas para lo que están hechas por las nubes de ciclistas que las usarán para hacer deporte, tomar energizantes y tertuliar de cuatro en fondo. Como las pendientes serán suavizadas, hasta las señoras podrán escoltar a sus maridos en cicla. También, claro está, habrá enjambres de motocicletas de paseo o en competencia, pasándose por la izquierda y por la derecha, por atrás y por delante, con su ruido, su velocidad, rompiendo espejos, escupiendo a quien no les da vía y abusando de su versatilidad.

Las cosas serán más graves si siguen como van. La Vía al Llano, famosa desde el año 36, es el infierno mismo. El Llano está de moda: sus atardeceres, sus morichales, sus corocoras; la gente va en su carrito a mirar lo que ya no hay sino en pancartas. Va a pasear los 93 kilómetros que hay entre Bogotá y Villavo. Cuando yo era niño, eran 107 km. Gastábamos siete horas cuando no había cadena. Si había, las siete horas se gastaban tomando tinto y haciendo fila. Pues bien, los que no nos despeñamos en los dantescos abismos del Chirajara ni quedamos sepultados bajo los derrumbes de Quebradablanca, gastamos ahora las mismas siete horitas después de haber invertido en retar la ley de la gravedad y de la geología miles y miles de millones de dólares. Ya no es un problema de, como se dice ahora, “paso restringido”. O mejor, sí lo es, pero no por derrumbes sino porque la gente, que va de paseo, se detiene en todas las ventas de almojábana, pandeyucas, arepa y avena; parquea a sus anchas donde ve que hay cola, tropel, aglomeración; apaga el carro y se baja toda la familia a comer. El que viene detrás hace lo mismo, pero en la mitad de la vía. Pasa todas las semanas, todos los días, a todas horas. En un puente con restricción de mulas y presencia de los soldaditos que se hacen propaganda con el dedo pulgar, se gastan 15 horas. Lo mismo pasa en la vía a La Calera, en la de La Vega, en la de Tunja, donde ni jueves ni viernes ni sábado ni domingo se puede pasar porque no hay por dónde. Supongo que sucede lo mismo en la “Vuelta a Oriente” de Medellín o en la de Juanchito en Cali. No se entiende por qué razón el intrépido general Palomino no deja un ratico el micrófono, va y echa una miradita, se come un pandeyuca o una arepa de choclo —la servilleta la dan gratis— y manda sus hombres a destrancar la vía. El general sabe que la gula es pecado, y obstaculizar las vías públicas, un delito.

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