De traidores y traicionados

La historia universal de la infamia, que los enciclopedistas del siglo XVII no conocieron, porque algunos de ellos fueron traicionados, tiene un capítulo secreto dedicado a esta categoría de los humanos donde, cosa rara, hay pocos nombres femeninos. La traición es faltar a la lealtad con otros, a un estado o a una comunidad. Julio César, el emperador romano que vivió en un medio conspirativo como lo fue esa ciudad estado, dijo: “amo la traición, pero odio al traidor”. Se reservaba para él la acción pero se regocijaba de la noción. Desde esos tiempos hay un signo que indica traición: el puñal. La lanza no se puede esconder fácilmente, pero el puñal sí. Puñaleta, facón, cuchillo han sido instrumentos letales antes de existir las armas de fuego. Pero tratándose del veneno, basta recurrir a las cortes aristocráticas medievales y papales para conocer los efectos de una pócima mortal.

Famosos son los traidores en la historia que han trascendido las fronteras nacionales. Judas Iscariote es el ejemplo más socorrido, tanto que basta decir Judas y sabemos de qué clase de individuo se trata, pues se mezclan dinero, intriga y señalamiento, encubierto por el Sanedrín, conjunto de sacerdotes guardianes de la fe, institución parecida a una Corte Suprema que ordenó captura y juzgamiento de Jesús, su enemigo político y religioso.

Lucía Roma todo su esplendor cuando Marco Junio Brutus dio muerte a su propio protector, el emperador Julio César, en el año 44 antes de nuestra era, cuando las aguas turbias de la dictadura impulsaron a la eliminación del César, conspiración que está narrada magistralmente en Los Idus de Marzo de Thornton Wilder.    Agónico, en el propio recinto del Senado, el emperador exclamó: “¿Tu quoque, fili mi?”, “¿Tú también, hijo mío?”.

En Estados Unidos existe una larga lista de traidores que se extiende hasta la actualidad con sujetos que escapan de su país y revelan los secretos de la seguridad nacional, no por solidaridad con el resto de la humanidad, sino por sus intereses financieros y publicitarios. Pero hay uno de especial recordación, Benedict Arnold, quien durante la guerra de Independencia se alió con los británicos, les vendió en 1780 la base de West Point por 25 mil libras esterlinas y se asiló en Gran Bretaña donde murió. Su traición no impidió la derrota y salida de las fuerzas británicas. Otro traidor en los Estados Unidos responde al nombre de Robert Hanssen quien siendo agente del FBI, trabajó clandestinamente para la Unión Soviética, durante sus 20 años de servicio, precisamente en la época de la “guerra fría”, cuando las dos potencias rivalizaban por el dominio mundial. Hanssen fue detenido en 2001 y condenado a cadena perpetua.

En México, Antonio López de Santa Ana, fue presidente once veces a partir de 1833. Durante su largo ejercicio del cargo dejó perder a Texas. Después firmó un tratado que le cedió a los Estados Unidos, la mitad de su territorio original: California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Colorado y Utah. Desde luego que los Estados Unidos no lo lograron por la vía diplomática, sino que invadieron a sus vecinos del sur en 1848. López de Santa Ana es el campeón de la debilidad y la entrega de territorio soberano de su patria mexicana. Las traiciones en México han sido relevantes y en cadena, pues durante los años de la revolución de 1917, Victoriano Huerta traiciona a Madero, Carranza a Emiliano Zapata, Obregón a Carranza, a Pancho Villa y a otros copartidarios, dice el historiador Francisco Martín Moreno. Sucede en todas las revoluciones que se engullen unos a otros como en la Revolución Francesa y en la Revolución Rusa. La traición corta cabezas y ejerce venganzas.

La traición es genéticamente diferente si se hace con motivos de la defensa de la nación o si se hace en contra de ella. Un ciudadano a quien el estado le entrega una tarea de mentirle o mimetizarse en las filas, en las entrañas de un país enemigo o simplemente competidor, no será traidor, sino que presta un servicio en un oficio peligroso.

En la política campean los tránsfugas de quienes decía Clemenceau: “Un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro”. Si en Colombia ve usted en el escenario algún personaje que se le pueda calificar de traidor a un juramento o alguna causa justa, póngalo en esta lista que no se agota aquí, pero que debe suspenderse porque el papel no le alcanza al autor. De aquí en adelante es papel desechable, como todo traidor.

Share on facebook
Facebook
Share on google
Google+
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn

Buscar

Facebook

Ingresar