Diez años de un sistema en aprietos

Nadie pide volver al sistema anterior. Pero este balance sí debe servir como lección para no improvisar tanto en los cambios legislativos, ¡y ya van en 32!

Gran logro de la Constitución del 91 fue crear la Fiscalía General de la Nación para evitar dispersiones en la investigación criminal. Antes, jueces aislados no desvertebraban las organizaciones criminales, sometidos a incontables amenazas y presiones. Recuérdese cómo quienes dictaron auto de detención a Pablo Escobar fueron asesinados u obligados al exilio.

Creada la Fiscalía, con recursos, instalaciones, centralización, poderes y gran peso nacional, fue posible afrontar procesos como los relativos a financiación ilegal de campañas electorales o tendientes a desarticular los carteles de Medellín y Cali.

En las discusiones previas a la Constituyente se propuso un sistema en donde la Fiscalía no tuviera funciones judiciales y el Fiscal fuera de libre nombramiento y remoción del Presidente.

Al final se optó por un sistema mixto con tendencia acusatoria, en el que la Fiscalía tuviera funciones judiciales, que, aun con las dificultades propias de toda innovación, producía resultados.

La Ley 600 del 2000 había introducido instrumentos de oralidad y de control judicial efectivo de las decisiones que afectaran la libertad de las personas. Como suele ocurrir en Colombia, no se dejó decantar ese sistema y bien pronto, sin análisis, profundización, estudios ni preparación previa, se dijo que la solución era implantar el sistema penal acusatorio, modelo Puerto Rico.

Se hizo así, sobre supuestos no siempre ciertos p. ej.: que la Fiscalía cometía abusos en la detención preventiva de personas que luego resultaban absueltas, crítica válida pero insuficiente.

El fenómeno obedecía –y obedece– a que mientras no se quiera o no se pueda aplicar plenamente el principio de la presunción de inocencia, siempre habrá casos en que la detención preventiva no termine en condena.

También se afirmaba que el principio general debía ser la libertad, y que solo excepcionalmente se debía privar de la libertad. Pero estos 10 años de vigencia han demostrado lo contrario: mientras en el 2001 había 50.000 personas privadas de la libertad, hoy son más de 160.000, de las cuales el 35 por ciento corresponden a detenidos preventivamente, o sea, cobijados por presunción de inocencia que no han sido condenados.

Agilizar los procedimientos era otra de las justificaciones. El sistema anterior no era óptimo. Pero el actual no es mejor. El balance de Excelencia en la Justicia es bien revelador: el 70 por ciento de las denuncias en ese lapso terminaron en archivo. El llamado principio de oportunidad, aplicado a la inversa, ha permitido que reconocidos delincuentes no paguen un día de cárcel porque denuncian a sus cómplices, solo ha sido utilizado en menos de un 1 por ciento. La congestión judicial, antes que disminuir, tiende a aumentar. La parálisis es casi total.

La idea era que la gran mayoría de los casos no llegaran a juicio, dada la solidez de las pruebas de la Fiscalía que dejaran al acusado casi como única opción aceptar cargos. Eso no fue posible porque no se fortaleció la investigación criminal.

La última reestructuración de la Fiscalía se utilizó para cargos burocráticos y no para investigadores. No se ha utilizado bien un presupuesto de casi 3 billones de pesos anuales.

La mayoría de investigaciones siguen sustentadas en la prueba testimonial (con falsos testigos incluidos) y no técnicas, que eran el presupuesto básico. El CTI es hoy la cenicienta de la Fiscalía General, y dista mucho de ser el FBI.

Con razón, se le llama sistema ‘aplazatorio’: los casos se caen por debilidad probatoria o por vencimiento de términos.

Nadie pide volver al sistema anterior. Pero este balance sí debe servir como lección para no improvisar tanto en los cambios legislativos, ¡y ya van en 32!

Estamos, qué pena, ante un “cadáver insepulto”. ¿La Jurisdicción Especial para la paz heredará éste “ágil” sistema?

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