El año fatal de la justicia

Cuando un país pierde la última esperanza que le queda, que es la justicia, debe rebelarse democráticamente y Colombia está en mora de hacerlo.

Durante el año que termina batimos toda clase de récords. Nos ganamos la medalla como uno de los países con más impunidad del mundo: un matón tiene menos del 5 por ciento de probabilidades de resultar condenado, y un corrupto, menos del 3 por ciento de ser, por lo menos, investigado.

En otro escalafón, el del World Justice Project, también nos coronamos como una de las naciones más ineficientes a la hora de administrar justicia: ocupamos el deshonroso puesto 61 entre 99.

Por otra parte, somos uno de los pocos sitios de la Tierra en donde el sistema judicial está tan desprestigiado que los politiqueros tienen mejores registros que los jueces en las encuestas de opinión: en el 2014, el sistema judicial alcanzó su nivel más penoso de imagen negativa, con un 83 por ciento de rechazo ciudadano, según la firma encuestadora Gallup. Y para rematar el año, seremos el único rincón del planeta que se hace llamar país donde los jueces detienen sus funciones durante más de dos meses sin que a nadie se le pare un pelo.

Pero hay más. Estos nefastos 365 días que estamos a punto de dejar atrás nos sirvieron para recordar que en Colombia, en materia de justicia, nunca se pone un punto final. La novela de la destitución de Petro, que empezó a finales del 2013, que siguió durante todo este año y que todavía no se resuelve por completo, se convirtió en un caso emblemático de por qué en nuestro país ese concepto de la seguridad jurídica jamás pegó.

Ni hablar de la cantidad de recursos ordinarios, extraordinarios, legales y extralegales que usaron dos magistrados, Francisco Ricaurte y Alberto Rojas, para atornillarse a unos cargos a los que nunca debieron llegar. (Por cierto, ¿será que Rojas ya terminó de sacar sus cosas de la oficina que le dieron en la Corte o sigue albergando la posibilidad de volver?)

Entre escándalos de turismo judicial, abuso de autoridad, compra y venta de fallos y embebidos en funciones electorales totalmente ajenas a la sagrada misión de impartir justicia que la Constitución les dio, varios magistrados de las altas cortes nos demostraron que los buenos escasean tristemente dentro de la Rama Judicial.

Como si tantas desgracias no fueran suficientes, el 2014 fue el año de los excesos en los organismos de control. Salidos de sus roles, dedicados a la política menuda, a la feria de las vanidades y a la lucha de egos, los jefes de las ‘ías’, que también son parte de la trama jurídica de este país llena de incisos y parágrafos, son responsables de este año fatal que agoniza.

Paradójico resulta que este pedazo de patria en el que nos tocó vivir tenga tantos abogados como tan pobre justicia.

Debe de haber mal contados unos 230.000 profesionales del derecho con tarjeta para ejercer, y más de 100 facultades que aspiran a graduar en los próximos años a otros miles de jurisconsultos.

Pero si el 2014 fue el año de la suma de todos los males de la justicia, ¿no será que en el 2015 siquiera un trozo de esa cantidad de abogados y una buena parte de ciudadanos hastiados de todos estos problemas nos levantemos para exigir algo mejor?

Cuando un país pierde la última esperanza que le queda, que es la justicia, debe rebelarse democráticamente y Colombia está en mora de hacerlo. Como al Congreso y a los magistrados les quedó grande reformarse y una constituyente acotada genera tantos miedos, ¿por qué no pensamos en un referendo para transformar el sistema judicial en el año que llega?

Por lo pronto, lo que espero de todo corazón es que este annus horribilis para la justicia en Colombia se termine pronto, o la justicia, como aquí funciona, va a terminar acabándonos a todos.

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