El futuro perdido

El martes pasado, un día antes de que el Gobierno vendiera Isagén, el presidente Obama, en su último discurso ante el Congreso, dijo lo siguiente:

“Tenemos que acelerar el abandono de las fuentes de energía viejas y sucias. En lugar de subsidiar el pasado, debemos invertir en el futuro, especialmente en las comunidades que más dependen de los combustibles fósiles. No les hacemos ningún favor a esas comunidades si no les mostramos hacia dónde va el futuro”.

Al vender Isagén el gobierno del presidente Santos se parece a esas pequeñas comunidades que no saben para dónde va el futuro. Me explico.

Desde hace por lo menos dos décadas sabemos que la energía fósil (petróleo, carbón, etc.) es la causa principal del calentamiento global y que el futuro del planeta depende de la capacidad que tengamos para transitar de una economía adicta al petróleo a una economía impulsada por energías limpias. Esa transición tomará décadas, pero es inevitable. Ahora bien, Isagen era la empresa colombiana con el mejor conocimiento, vocación y capacidad para emprender grandes proyectos hidroeléctricos, geotérmicos y eólicos, es decir proyectos de energía limpia. Hoy en manos privadas, Isagén pierde su visión de largo plazo y su sentido público-social y se somete a las exigencias de rentabilidad que son propias de la inversión privada.

Por eso, vender Isagén no solo es vender una empresa bien manejada y rentable, sino también es deshacerse de lo mejor que teníamos para emprender la transición energética de la que hoy todo el mundo habla, excepto, claro, los republicanos en los Estados Unidos y los políticos de los países sin visión de futuro, como los nuestros. Sólo exagero un poco si digo que la venta de Isagén es tanto como vender la canoa cuando están por llegar las inundaciones.

Lo grave es que esta incapacidad para ver el futuro hace parte de toda la política ambiental del Gobierno. Esto se puede ver en cosas como las autorizaciones que ha dado para hacer minería en los páramos (plan de desarrollo 2014-2018, art. 173) y para hacer fracking en la explotación petrolera (acuerdo # 3 de marzo de 2014), así como en su decisión de mantener la exploración minera sin necesidad de licencia ambiental. A esto se suma, como lo muestra la reciente evaluación hecha por la OCDE, el debilitamiento de la institucionalidad ambiental. El presidente Santos ha hecho del Ministerio de Medio Ambiente un organismo irrelevante, cuyas decisiones fundamentales están supeditadas al visto bueno de los Ministerios de Minas y de Comercio.

La protección del medio ambiente y la transición hacia una economía impulsada por energías limpias requiere de una visión de largo plazo, no sometida a los vaivenes de la política o de la rentabilidad económica. Es por eso que esa transición la lideran hoy los Estados, no las empresas privadas.

Voy a decir una banalidad de esas que son fundamentales: la lógica privada no siempre está en sintonía con el interés público. El Gobierno enajenó Isagen con la falsa premisa de que los pesos por los que se podía vender rentaban más en un banco estatal destinado a financiar proyectos de infraestructura. Pero no tuvo en cuenta el valor enorme que representaba su capacidad para producir energías limpias en el futuro. Por eso no se dio cuenta de que, paradójicamente, en el largo plazo de nuestros hijos y nietos, Isagén habría podido ser más eficiente y más rentable que cualquier inversión privada que se hiciese con el valor de su venta. Otra banalidad: la sociedad tiene razones que la racionalidad económica no capta.

Todo esto me da pie para decir que incluso si la venta de Isagén fue un buen negocio (hay dudas), es un pésimo proyecto de sociedad.

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