El general en su laberinto

En una sinsalida colocaron al general Mendieta los organizadores del peregrinaje al “santuario” de La Habana.

Mi general Luis Herlindo no hubiera querido asistir —es cosa que yo pienso—: los casi 12 años de campo de concentración le produjeron tanto dolor que no hubiera querido verse frente a frente con los centinelas de la barbarie. Pero quizás su compromiso con la paz lo hizo recapacitar y tragarse el sapo de hallarse en Cuba, donde se le requería por su categoría y significación.

Los jefes mismos de la guerrilla le desconocen su calidad de víctima. Para ellos es un prisionero de guerra, sorprendido y hecho preso con las armas en la mano. Lo de prisionero, como resultado de una rendición y de un previo combate, tiene su razón de ser.

Pero los prisioneros de guerra no permanecen detenidos por largos años. Son circunstanciales, para un lapso corto, nunca de doce años y sin ninguna de las consideraciones que prescriben los protocolos de Ginebra para este tipo de retenidos. Una retención así toma otro cariz.

Doce años bajo cadenas, sin respeto alguno por su dignidad, en humillante sujeción. Si mi general Luis Herlindo, héroe de la legitimidad, no fue una víctima de la organización insurgente que lo retuvo, no sé cómo podría llamársele. Distinta es la suerte de combatientes del otro lado, penalizados en cárceles urbanas, con apego a legislaciones sancionatorias, vigiladas por el derecho humanitario, con visitas familiares, con abogados y favorecimientos penales.

A ese laberinto de negociaciones llegó nuestro general frunciendo el ceño y confesando luego que la sensación de encontrarse con sus captores fue similar a la de hallarse bajo su dominio en la selva. Se atrevió a decir unas cuantas palabras, que transcribe la prensa, a manera de exigencias a quienes ahora quieren ser pacíficos.

Otras víctimas adolecen en su mayoría de timidez y cortedad. Guardan en lo más íntimo su profundo dolor y su rabia por la injusticia que se cebó en ellas, pero aletargada por el temor reverencial a los grandes señores de la mesa de Cuba, a los Roy Chaderton, Humbertos de la Calle, Márquez, Catatumbos y demás, así como a la isla misma, donde han pisado tierra, sede del más reconocido dictador de América, si es que ya no está haciendo cuentas.

Le oí decir a monseñor Luis Augusto Castro, seleccionador de víctimas, entre otros, que no se había incluido a Clara Rojas, la más contestataria de todas ellas, por su condición oficial de congresista, pero en la tercera ronda vemos al gobernador del Meta, Alan Jara, a quien posiblemente consideran más conciliador. La inexplicable mezcla de víctimas de criminales o de combatientes de distinta índole es una de las injurias que está infiriendo el proceso de paz a la lógica y al sentimiento de la Nación.

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