El juramento de Maduro

Haciendo gala de su cariz despótico, Maduro pretende que las palabras y principios signifiquen lo que él quiera. La soledad internacional no fue óbice para que jurara un cargo que no le corresponde.

Contra la repulsa de gran parte del mundo, de casi toda Latinoamérica y de amplios sectores de su país que han visto una y otra vez usurpada su genuina voluntad de pronunciarse a través de un voto limpio, ayer tomó posesión Nicolás Maduro para un nuevo mandato que se podría extender hasta 2025.

No hubo sorpresas en el acto, plagado no solo de la ritualidad tan propia del chavismo sino del aplauso continuo, maquinal, de los incondicionales del régimen cuya suerte y destino van de la mano de la del heredero del “comandante eterno”. Los presidentes en Venezuela también deben posesionarse ante el Poder Legislativo, la Asamblea Nacional. Pero ésta, elegida con mayoría opositora en 2015, se encuentra maniatada y sin funciones, en virtud de acoso permanente de la Presidencia del propio Maduro y de su Tribunal Supremo de Justicia de bolsillo, ante quien, precisamente, juramentó ayer.

La soledad de Maduro fue evidente. Incluso la representación de México y Uruguay, países que han dado la espalda a los valores democráticos representados por el Grupo de Lima, fue de muy bajo perfil: sus respectivos jefes de Embajada en Caracas. López Obrador no envió a ningún ministro o funcionario de alto nivel.

El discurso de Maduro se ciñó a los tópicos de la retórica chavista, con su característica de despojar de su real significado las palabras y los principios, igual que en los sistemas totalitarios donde las palabras no significan lo que son sino lo que el déspota ordena que signifiquen. Al definirse como demócrata y transformador no solo ofende al sentido común sino a millones de sus compatriotas que padecen en carne propia sus falencias como gobernante y sus despropósitos como “guía revolucionario”.

Al jurar ayer dijo Maduro que pone a disposición su vida para construir el socialismo del siglo XXI, es decir, aquel que llevan intentando imponer desde hace 20 años, controlando todos los resortes del poder, y que lo único que ha logrado es destruir todo el tejido social, económico, empresarial y ético de Venezuela.

Tal vez el único asomo de lucidez en su discurso fue cuando, en una autocrítica que ya ha hecho en un par de ocasiones anteriores, reconoció que la corrupción devora su régimen: “peor que el imperialismo estadounidense es la corrupción de los funcionarios públicos”.

Hizo las acostumbradas alusiones desobligantes a Colombia y al presidente Duque, y a renglón seguido propuso una cumbre para que los gobiernos de Latinoamérica hablen sobre Venezuela. Un anzuelo que seguramente ninguno va a morder, pues una cumbre de tal naturaleza implicaría un reconocimiento así fuera parcial del régimen, y serviría al chavismo para convertirse en fiscal acusador de los problemas que tienen los demás países que, empero, tratan de resolverlos por vías democráticas.

Carente de reconocimiento internacional, aunque con aliados del peso de Rusia y China, el nuevo período de Maduro se apresta a arrastrar los problemas y las graves crisis que en las últimas dos décadas no han podido resolver, casi todas generadas por la delirante concepción que el chavismo tiene del papel del Estado, de la economía y de la política.

Con independencia del bloque en el que se ubiquen los gobiernos frente al régimen despótico que asuela al vecino país, debería quedar como mensaje el del presidente de Ecuador, Lenín Moreno, quien no obstante no haber firmado la declaración del Grupo de Lima que desconoce al gobierno de Maduro, dijo estas sensatas palabras: “la protección internacional de los derechos humanos es una obligación legal y ética, no es una intervención en asuntos internos de otros países”.

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