El opositor como enemigo público

Un distintivo común a todos los regímenes totalitarios ha sido la conversión del derecho a la discordancia en una actividad proscrita y de las fuerzas políticas opositoras en bandos enemigos a los que se acosa, se arrincona, se persigue y se niegan las garantías más elementales. Los recursos propagandísticos del Estado se ponen al servicio del poder dominante. Y hasta a la fuerza pública no deliberante se le induce a ponerse del lado de la campaña política oficial. Son elementos que vienen emergiendo en la realidad actual del país y que muestran un inquietante giro hacia la institucionalización del pensamiento único y la exclusión del disenso.

Por motivos tales como el afán y el desespero, la improvisación, los consejos de asesores perversos, la confusión de lenguas por causa de fallas comunicativas del mandatario, la opacidad que perturba la agudeza visual cuando se mira la nación desde las alturas olímpicas de la capital, el miedo visceral a quedarles mal a los interlocutores de La Habana, la falta de un libreto legible en telepronter, en fin, el Presidente se pone a veces en el papel de rival de más de medio país, cuando, sea cual fuere su impopularidad, está en el deber de gobernar para todos sus conciudadanos. Queda como un mensajero de la insurgencia, con su impertinente advertencia sobre la extensión del conflicto a las ciudades, que sobrevendría si fracasa el plebiscito.

Eso de reírse de sus contradictores comporta, sin más ni menos, un irrespeto y una burla desafiante, demostrativos del vacío de garantías para los que hacen política dentro de los cauces y reglas democráticos. A los que siempre hemos sido partidarios del diálogo y la solución concertada de los conflictos porque profesamos una ética discursiva para la aproximación de los opuestos, nos desconcierta el estilo imperial que ha venido acentuando el primer mandatario, parecido no sólo al de los llamados socialistas del Siglo Veintiuno, sino al de todos los autócratas fascistas, de izquierda o derecha, que han eliminado el equilibrio necesario entre gobierno y oposición, entre poder y contrapoder que aseguran la controversia civilizada, la convivencia plural y el respeto a las diferencias.

Burlarse de la oposición, pretender que se imponga como orden perentoria un método de negociación único, inapelable e implacable, menospreciar el disentimiento y, sobre todo, forzar a votar más por miedo que por convicción, incrementa la desconfianza en todos los sectores, incluidos los que han facilitado la interlocución y los acuerdos. ¿Qué lógica tendría confiar, si la oposición, cualquiera que sea su tendencia, hoy o mañana quedará arrinconada porque no comulga con las directrices exclusivas y excluyentes del régimen? ¿Qué puede esperarse si al opositor, sea cual fuere, se le condena a la condición de enemigo público?.

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