El precio de la prepotencia de Juan Manuel Santos

La debacle tiene nombre propio: Santos y en particular la seguidilla de errores que cometió desde el 2 de octubre de 2016.

A menos de 24 horas de su sorpresiva victoria en la primera vuelta de 2010, Juan Manuel Santos visitó al entonces presidente, Álvaro Uribe. Era un gesto de agradecimiento por el apoyo implícito del mandatario en su aspiración y una señal a los simpatizantes de Uribe de que todo seguiría igual.

Hoy, nadie se imagina a alguien pidiéndole una cita al presidente colombiano. Los cuatro exfuncionarios de su gobierno –su vicepresidente, su negociador de paz, su ministro de Defensa y embajador en Washington, su ministra de Trabajo– no fueron capaces de obtener ni el 10 por ciento de los votos. Es cierto que todos fueron vergonzantes con el gobierno. Negaban una y otra vez su cercanía en temas cruciales. Germán Vargas Lleras y Juan Carlos Pinzón, en el acuerdo de las Farc (aunque al final suavizaron sus críticas) y Humberto de la Calle y Clara López, en asuntos económicos.

No les sirvió. La gente es inteligente y se las cobraron doble: ser representantes de un gobierno impopular y ser desleales con quien les dio la oportunidad de ejercer cargos de alta responsabilidad. Eran candidatos continuistas en una elección de cambio.

Decía Harry Truman ante las derrotas y las dificultades que “the buck stops here” (en últimas el responsable soy yo). Y en esta ocasión, la debacle tiene nombre propio: Juan Manuel Santos y en particular la seguidilla de errores que cometió desde el 2 de octubre de 2016. Nunca aceptó que el rechazo del acuerdo en el plebiscito de ese día fuera legítimo. Incluso, optó por creerle a otras explicaciones: que el huracán Matthew, que las mentiras del No, que el cuento chimbo de la identidad de género.

En una entrevista al diario español El Mundo, hace apenas una semana, Santos insistió en lo mismo. Dijo que a “los colombianos los engañaron” y que “la tergiversación de la realidad ha sido masiva. Puro ‘fake news’. Neblina”. Es una entrevista alucinante. Santos parece vivir en otro mundo. Considera toda crítica al proceso como una calumnia. Minimiza la preocupación de que acusados de crímenes de lesa humanidad ocupen curules en el Congreso. Insiste, contra toda evidencia, en que a los colombianos no les choca. En todas la encuestas –todas–, desde antes del plebiscito hasta las más recientes, lo único constante ha sido el rechazo al regalo de curules.

Frente al incremento exponencial de los cultivos de coca y el aumento en la producción y exportación de drogas ilícitas, Santos tiene una explicación asombrosa. Dice que se debió, en parte, a su decisión de incluir al narcotráfico en la agenda de negociación en La Habana. Que era la única forma de encontrar una solución estructural al problema de las drogas en Colombia. Si ese era el objetivo, es imposible vislumbrar un mayor fracaso. El narcotráfico vive un auge no visto en 20 años. Tanto, que, según la DEA y la Fiscalía colombiana, un exnegociador de las Farc, Jesús Santrich, sigue metido en el negocio.

Ni lo de Santrich le cambia el discurso. Insiste en que las Farc han dejado del todo la criminalidad y los defiende con una comparación insultante para un país amigo: “El que un ciudadano español se dedique el narcotráfico no significa que España sea narcotraficante”.

No hay ni una palabra quejándose de la nula colaboración del secretariado y el partido de la Farc en la identificación de rutas y laboratorios. Ni una palabra sobre la casualidad de que los comandantes más narcos de la guerrilla hoy encabecen las disidencias. Ni una palabra de malestar por la falta de compromiso de Iván Márquez y Timoleón Jiménez en la lucha contra el crimen organizado.

Que Santos no haya cambiado ni un ápice su discurso, que no asimilara aún en mayo de 2018 el mensaje del No, ayuda a explicar el desastroso desempeño de sus candidatos y el triunfo de Iván Duque. Santos pensaba que con el plebiscito hundía a Álvaro Uribe –fue una de sus motivaciones, según me han contado–. Cero y van dos derrotas. Quizás debería escuchar la sabiduría del Chavo del Ocho: la venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena.

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