El riesgo de dejar un “país estrellado”

Érase una vez un país en donde unos transformadores de materias primas agrícolas —con ínfulas de industriales— alertaron a unos “funcionarios estrella” que de algún lugar del mundo se podía importar un insumo agrícola más barato que el producido localmente.

Dichos funcionarios, que copiaban como monjes medievales la legislación de la OCDE sin fijarse que todo país desarrollado protege su agricultura, además de denigrar y multar a los productores nacionales, exigieron que el Gobierno desmontara los mecanismos que les permitían sobrellevar los altibajos de los mercados internacionales. No habiendo un solo producto que no se pudiera conseguir a menor precio en el extranjero, incluyendo el café, se dispararon las importaciones y la agricultura se vino a pique: en vez de importar 11 millones de toneladas, esa nación pasó a importar 33 millones. A nadie le importó la suerte de los agricultores: eran más los consumidores que los productores.

El prestigio de los “funcionarios estrella” no tenía límites. Los medios elevaron al Olimpo a uno en particular, quien aparte de aparecer en los medios y las “revistas de corazón”, era aplaudido a rabiar por el público en los restaurantes que patrocinaba. Unos cándidos ministros anunciaron que los precios de los productos finales bajarían al tener los insumos importados un menor costo. Los propietarios de las trasformadoras que importaban productos agrícolas —entre “chocolatinas” y Coca Cola— estaban tan estupefactos con la ingenuidad de los funcionarios, como radiantes con sus utilidades adicionales.

Cuando los “funcionarios estrella” se dieron cuenta que el comercio vendía productos nacionales a un precio más alto que los precios en el exterior, el turno para ser investigados les llegó a los pequeños empresarios y a renglón seguido a los trasformadores de materias primas y a los industriales. Tampoco a nadie, como ocurrió con los agricultores, le importó la suerte de estos últimos: eran más los consumidores.

El consumo florecía y los centros comerciales vivían llenos; el empleo en el comercio aumentó de manera dramática; y el país se convirtió en una especie de PriceSmart donde era casi imposible encontrar un solo producto —comestible o no— producido localmente: prácticamente todo lo que se vendía era importado.

Unos pocos, refractarios a la inquina y sorna de una radioemisora, empezaron a advertir al país sobre unos síntomas preocupantes. La peligrosa brecha entre lo que el país exportaba y lo que importaba siguió deteriorándose. Pocos se dieron cuenta que para importar es indispensable exportar. Otros advirtieron que para consumir, necesariamente hay que producir. La devaluación y el desempleo del sector productivo, calcando al sector agrícola, paulatina pero inexorablemente se dispararon y los centros comerciales empezaron a ver una disminución en los compradores. Ante este fenómeno el Gobierno se empezó a preocupar y la luz de los “funcionarios estrella” dejó de brillar. Pero como en el poema de Brecht, ¡ya era muy tarde!

A los pocos años, sin mediar revolución alguna, el país sería un remedo de la República Bolivariana de Venezuela. Todo se importaba, nada se exportaba. Tampoco nada se producía, porque el “rey” era el consumidor, no el productor. El Gobierno se dio cuenta y por fin entendió que de seguir con las recomendaciones de los “funcionarios estrella”, corría el riesgo de dejar un “país estrellado”; y que de llegar a abrir de par en par las puertas a las importaciones sin límites, que por esa misma puerta se podía esfumar el país exportador y el país productivo.

Share on facebook
Facebook
Share on google
Google+
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn

Buscar

Facebook

Ingresar