En qué quedamos

Los hombres somos aún demasiado tontos. Y estaríamos peor sin el dios interior que equilibra el idiota interior.

Julio César Londoño, en su última nota del año pasado en El Espectador, hace una reseña de los columnistas que socorre (todo lector es un socorrista), y dice que lee a Eduardo Escobar para saber lo que piensa la derecha inteligente. El adjetivo se lo agradezco en el alma. Y hasta la acusación perniciosa de que pienso. Pues a veces dudo de mi lucidez. No habla bien de mí que me entregara a la poesía cuando el narcotráfico empezaba a florecer en Antioquia. Y habiendo tenido la posibilidad de la política a partir de las conexiones de mi padre con los laureanistas. Habiendo tanta tierra estéril por escasez de músculos, que dijo el poeta, yo me dediqué a lo que me dedico.

Pero Julio César me dejó perplejo con la precisión topográfica. Yo pensaba que él también había dejado de establecer diferencias tajantes entre la izquierda y la derecha. Esas categorías pasadas de moda, de una concepción del mundo que aún se alimenta de fantasmas muertos. Hitler y Stalin son equivalentes en mi ecuación del mundo. Y ‘Tirofijo’ y Carlos Castaño, la misma perra con distinta guasca. Yo más bien soy un ambidextro. Sin amigos eternos ni fidelidades inconmovibles. Que a veces hace nuevas preguntas sobre las respuestas congeladas en el supermercado de las ideas.

En el nadaísmo fui un compañero incómodo y hasta intratable con mis empeños en sacar a mis amigos de la estética de la burguesía como cualquier misionero del materialismo dialéctico incrustado en el movimiento fundado por Gonzalo Arango. Cargado de libros de Trotski milité en una cofradía de atracadores de camino por Simacota, donde estaba en formación el Eln, y en una horda de acalorados que alzaba en La Guajira un médico medio loco llamado Tulio Bayer, a quien debí conocer por intermediación de mi profesor de ruso en una de esas peñas de siniestros donde cantábamos cosas de Violeta Parra hasta quedarnos roncos. Intenté en vano escribir una novela con mi aventura adolescente. Pero la abandoné por respeto con ese muchacho ignorante y apasionado que fui y con mis compañeros de lucha, ya casi todos muertos por la policía. Siempre acabo escribiendo un sainete donde mi corazón quiere un drama. Pero aquí no hemos llegado a la intensidad del drama. Aquí aún estamos en los paternales cuadros de costumbres y en los refritos del piedracielismo y el surrealismo.

No sé cuándo recuperé la razón. Y me salvé de una fosa común en la provincia de Rovira. Y de tratar de convencer hoy a Humberto de la Calle de que merezco ser canonizado y que mi vida perdida en una comedia de equivocaciones fue un heroísmo y un sacrificio. Los hombres somos aún demasiado tontos. Y estaríamos peor sin el dios interior que equilibra el idiota interior. Recuerdo el pávido poema que escribí a la muerte del Che Guevara. Y la elegía que dediqué a Pablo Neruda. Y me consuelo pensando que serán olvidados. Como todo lo mío y yo mismo. Y la candidez que me permitió desertar de las toldas del Vaticano para caer en los laberintos del materialismo dialéctico del Kremlin y en la idolatría de sus mártires opacos ahora, como la historia de los cátaros.

La trascendencia con sus postrimerías me fue arrebatada por la fantasía de la esterilizante utopía. Y cambié un idealismo por otro: el mito del pueblo bíblico por el mito de la masa moderna. Y la desmesura del cielo se empequeñeció en la mezquindad de la patria. La historia de la izquierda hasta hoy abochorna la hipotética razón humana con su conservadurismo romántico y su crueldad de cruzada. Yo me niego a situarme. A mi edad recién cumplida a lo sumo aspiro a la incorrección política contra el rebaño. Y soy apenas un bailarín que salta sobre las ascuas de un escenario en llamas. En un mundo confuso. Donde lo manido pasa por lo novedoso. Ahora sé que no podemos ayudarle a la luz provocando incendios. Y que hay cosas imperdonables.

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