Espejos de conflictos

Semana sangrienta en El Salvador: 125 muertos en tres días. Las maras (pandillas) chocan con el Estado. ¿Un punto de referencia frente a escenarios futuros de posconflicto en Colombia? Reflexión.

Las estadísticas dicen que en El Salvador, en 2015, según la prensa internacional basada en cifras oficiales, van 42 policías, 16 militares y un fiscal asesinados en el contexto de la violencia que desencadena el choque de las fuerzas estatales con las pandillas, conocidas allí como “maras”. Es tal el nivel de letalidad de aquel conflicto urbano que entre el domingo y el martes pasados, es decir, en 72 horas, hubo 125 homicidios.

Además de solidaridad y preocupación frente a esa ola de inseguridad en un país de 21 mil kilómetros cuadrados, extensión geográfica que equivale a la tercera parte del departamento de Antioquia, hay que mirar, como en un espejo, los parecidos y reparos que nos pueda sugerir una patria que, tras 23 años del fin de su conflicto armado interno, se ve golpeada por graves fenómenos de violencia urbana y estructuras criminales.

El Salvador, por supuesto, está inmerso en el contexto de la gran empresa criminal e internacional del narcotráfico y recibe los coletazos de las mafias mexicanas. Y en ese remolino delincuencial son los niños y jóvenes los que llevan la peor parte, convertidos en víctimas y victimarios por el poderoso y copioso influjo de las maras, con filiales en las calles de E.U., desde donde han sido expulsados miles de “marreros” en los últimos cinco años.

Analistas de esta nación centroamericana sostienen que la violencia callejera actual es una “verdadera confrontación” entre las fuerzas militares y de policía y las bandas criminales.

Mirar El Salvador es aproximarse, en parte, a algunos problemas colombianos y a escenarios reales o potenciales de nuestro conflicto, se dé o no la desmovilización de las Farc, que se sumaría a la ya cumplida por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), entre 2003 y 2006.

Es posible mirarnos en ese espejo y proyectar nuevas dinámicas que podría alimentar o traer el llamado posconflicto en ciudades capitales como Cali, Barranquilla, Bogotá, Cartagena, Cúcuta, Manizales y Medellín, entre otras.

Los informes más recientes sobre narcotráfico en Colombia son inquietantes: la siembra de coca creció y en los centros urbanos hay superestructuras criminales como “los Urabeños”, “la Oficina” y “los Rastrojos” que, además de mantener estrechos vínculos con carteles mexicanos, tienen presencia y control sobre territorios y organizaciones criminales en todos los niveles: desde los llamados combos barriales, en esquinas y cuadras, hasta sofisticadas oficinas de cobro y manejo del macro y del microtráfico.

En Medellín, por ejemplo, según investigaciones recientes, se sabe que las pandillas siguen siendo estructuras recurridas por niños, adolescentes y adultos jóvenes para conseguir afecto, reconocimiento y protagonismo. Y también que las bandas los reclutan por la vía de esa atracción o por la intimidación y la fuerza.

En ese caldo también flotarán decenas de desmovilizados, que tienen entrenamiento militar, que ejercieron y sufrieron la violencia armada y que de no encontrar condiciones adecuadas y efectivas de adaptación social y de incorporación al circuito laboral pueden recaer en nuevas modalidades, dinámicas y grupos criminales.

La pretensión de estas líneas no es vaticinar un maremágnum de conflictos más agitado aún por los reinsertados. O sentenciar, con tantas diferencias como tenemos, que nos espera el camino de El Salvador. Se trata de advertir fenómenos y pensar que los próximos alcaldes y gobernadores podrían afrontar un escenario de posconflicto y requerirán herramientas de análisis y acción para evitar explosiones similares de inseguridad y violencia urbanas.

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