Evaluación de los negociadores

Si consideramos los más elementales principios en materia de negociación, los interminables paliques de La Habana suscitan inquietudes.

En primer lugar, ¿cómo es posible que un gobierno legítimo, con más de nueve millones de votos, implore a un enemigo bien debilitado, cuyos efectivos se han reducido de 20.776 en 2002 a 6.938 en 2013, para que acepte deliberar en pie de igualdad sobre las reformas con el fin de llevar el país a un idílico postconflicto, en vez de ofrecer a los insurrectos condiciones razonables para la entrega y la rendición?

En segundo lugar, es una gran torpeza admitir como sede la capital del bando enemigo, porque las Farc son un piñón dentro del engranaje del internacionalismo comunista en América Latina, dirigido por los hermanos Castro, que ha alcanzado el dominio sobre Venezuela, país exprimido como vasallo.

Llegados a este punto uno se pregunta por los aspectos mecánicos de las conversaciones. Dos partes enfrentadas solo pueden negociar si tienen un interés superior común. Por ejemplo, patronos y sindicatos discuten sobre las condiciones de trabajo, no se reúnen entonces para demoler la empresa. Los propietarios de patentes negocian con sus usuarios las condiciones para el empleo de la tecnología, no sobre la manera de imitarla y desconocerla. También se pueden negociar los límites de una finca, los términos de un negocio, la terminación de un pleito, etc.

Pero la negociación es imposible cuando el propósito de una de las partes es la eliminación de la otra.  Entre las Farc, que quieren replicar en Colombia el modelo totalitario, estalinista y monocrático de Cuba, y lo que llamamos democracia, la armonía y la colaboración son imposibles.

Se me dirá que el comunismo es cosa del pasado. Eso puede ser así, en Rusia y aun en China, donde apenas se conserva como fachada, pero en América Latina está vivito y coleando y su amenaza es real y letal.

Nada más alejado de la realidad que pensar que las conversaciones de La Habana transcurran dentro de un marco normal, así produzcan anodinos comunicados, porque hasta que la “otra” parte obtenga todo, absolutamente todo, nada estará acordado.

Eso, por lo pronto, es lo que opino, porque he tenido el privilegio de haber estudiado a fondo, nada menos que con don Teófilo Forero, lo que los revolucionarios entienden por “negociación”.

Para entender lo desatinado de las reuniones habaneras, contrastemos los dos equipos negociadores. Mikhail Bakunin ofrece la siguiente definición: “El revolucionario es un hombre consagrado. No tiene intereses personales, sin sentimientos, sin negocios, sin preferencias, sin bienes, hasta sin nombre. Todo en él está absorbido por un interés único y exclusivo, por un pensamiento único, por la única pasión: la Revolución”.

Márquez, Catatumbo, París, y los demás alias de las Farc están perfectamente retratados en esas palabras. Hasta ahora van imponiéndose y nadie puede negarle coherencia al bloque monolítico que ofrecen frente al del gobierno. Al fin de cuentas, en La Habana han ganado en unos pocos meses más que en cincuenta años de lucha armada.

El equipo que se les opone permanece mudo ante la diaria perorata de las Farc, porque debe actuar dentro del sigilo y la prudencia. Sus integrantes pertenecen a diferentes gremios, profesiones, partidos y sensibilidades. Conforman un grupo ocasional e improvisado y ninguno de ellos tiene experiencia en la negociación de conflictos. ¿Qué puede significar o aportar la Sra. Nigeria, por ejemplo?

El jefe negociador aparente es Humberto de la Calle, quien alcanzó su nivel de incompetencia como el vicepresidente calculador, reticente, dubitativo, sinuoso e incapaz, que dejó pasar la ocasión histórica de reclamar el poder cuando la presidencia se hundía en la ignominia. Otros, en cambio, cumplieron con el deber y renunciaron a tiempo a inferiores embajadas y honores, pero en cambio Humberto permaneció devengando hasta que el país, defraudado, le reclamó la renuncia.

Todavía no nos hemos repuesto de la impresión causada por los 619 millones de honorarios recibidos del fisco por uno de los abogados voluntarios de Petro, que el país tendrá que comparar cuando se conozcan los astronómicos honorarios oficiales que llueven en las oficinas de De la Calle, abogado de todos los gobiernos y todas las causas.

No vale la pena seguir con este bien pagado mascarón de proa, requerido para intervenciones orientadas a tranquilizar la opinión, porque la verdadera negociación, cuyas concesiones a la contraparte se ocultan (por lo menos hasta las elecciones presidenciales), la realiza Sergio Jaramillo Caro, de quien ya nos ocuparemos.

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