Farc: 50 años de horror

Tras cincuenta años de barbarie, los herederos de alias Tirofijo y Jacobo Arenas nos advierten que si no queremos otro medio siglo de sufrimiento, debemos plegarnos a sus exigencias, para instaurar un narco-estado de fachada socialista. El ultimátum es claro. Colombia no puede ceder ante él. El 15 de junio tenemos que ponerle una talanquera infranqueable a semejante amenaza.

En 1964 era yo un adolescente que no había terminado el bachillerato, pero que ya me interesaba por la política. Recuerdo muy bien cómo, de la noche a la mañana cualquier día en la Medellín de entonces, que aunque pujante era todavía una ciudad provinciana y pequeña, aparecieron embadurnando sus paredes consignas de solidaridad con la “resistencia” de Marquetalia firmadas por el Partido Comunista Colombiano (PCC) y la Juventud Comunista (Juco). Espectáculo que seguramente se repitió en otras ciudades del país.

Yo entendía un poco la jerga y sitios aludidos por los letreros, porque entre mis amigos en el Liceo Antioqueño se contaban militantes de la Juco pro-soviética y de la disidencia maoísta que se perfilaba. Para el común de las gentes de entonces aquellas consignas y nombres poco significado tenían, teniendo en cuenta lo marginal y aislado de las regiones nombradas y del minúsculo partido que las lanzaba. El país había superado el período de “la violencia”, enfrentamiento brutal entre liberales y conservadores desde finales de los años  cuarenta hasta comienzos de los sesenta, que el Frente Nacional había desactivado. Precisamente el gobierno de Guillermo León Valencia, entre 1962 y 1966, fue calificado como el de la paz por rematar con éxito ese proceso de pacificación. La tasa de homicidios se redujo por aquellos años a uno de los niveles más bajos del siglo.

Alias Timochenko, el jefe actual de las Farc, al celebrar los 50 años de nacimiento de esa banda, repite las ficciones que por décadas han difundido sobre tan trágica fecha.  Afirma sin inmutarse que fue la “barbarie demencial ejercida en Colombia por la oligarquía liberal conservadora durante décadas, la que desbordó en mayo de 1964 la paciencia de los campesinos asentados en Marquetalia, El Pato, Riochiquito, Natagaima, el río Guayabero y otras regiones de colonización agrícola, enfrentados a la terrible encrucijada de conformarse en guerrillas o perecer asesinados por el régimen intolerante.”

He allí nítida la primera falsedad sobre el origen de las Farc, dizque en respuesta a la violencia oficial y a supuestos planes de la Casa Blanca, como advierte más adelante el mismo cabecilla. Por el contrario, la emergencia de aquella pandilla fue una declaratoria de guerra desligada de cualquier condición interna, en contravía de la pacificación lograda y anhelada por la inmensa mayoría de los colombianos, y una amenaza contra la convivencia que había aclimatado el Frente Nacional bipartidista. Explicación, además, del aislamiento y debilidad del grupo guerrillero por años, repudiado por la población, que lo condujo a aventurarse en las más señaladas actividades criminales para financiarse y sobrevivir.

Todos los intentos por justificar la aparición de los primeros grupos violentos al margen de la ley en el país como producto de factores endógenos, empezando por las Farc, pero incluyendo también al Eln, al Epl y al mismo M-19, para no mencionar otra serie de siglas que no fructificaron en su empeño, se estrellan contra una realidad aplastante: el panorama de América Latina. Si repasamos los años sesenta y parte de los setenta para esta región encontramos una explosión simultánea de grupos armados, urbanos y rurales, que estremece: desde Argentina y Chile, pasando por el culto y pacífico Uruguay que no escapó a la mareada, siguiendo con Brasil y Perú y Bolivia, incluyendo a Colombia y Venezuela, sin olvidar a Nicaragua, Guatemala y El Salvador en Centroamérica.

La proliferación de “focos” guerrilleros, como los bautizó Debray, semejaba una epidemia. Y en verdad lo fue. El contagio lo propiciaron factores conocidos, como el impacto de la revolución cubana, que en sus años juveniles ilusionó con el paraíso socialista a una generación de jóvenes que quisieron imitar a los barbudos de la Sierra Maestra, el Ché Guevara en particular, y ofrendaron sus vidas en incontables aventuras románticas y desquiciadas.

Pero no fueron ajenos los proyectos insurreccionales a la influencia geopolítica, sino que en ella se explican la mayoría. Primero por instigación de Cuba, que quiso erigirse líder de los levantamientos de diferentes países del tercer mundo, alentando y estimulando la formación de guerrillas en Asia, África y América Latina. “Crear uno, dos tres Vietnam” fue su grito de batalla. Con ínfulas de independencia de la URSS en un comienzo, Fidel Castro cayó pronto sin pena ni gloria en su órbita, con motivo de la invasión soviética a Checoeslovaquia en 1967, la que respaldó sin avergonzarse, sirviendo como cipayo fiel a esa potencia hasta su desintegración en 1989. Ya la Guerra Fría estaba en marcha cuando empezaron a incursionar los distintos grupos guerrilleros en el hemisferio; eran parte de los preparativos de la ofensiva expansionista de la URSS que le permitieran derrotar a EE.UU. e imponer su égida en el mundo. En esa estrategia orbital se inscribe la creación de las Farc.

El vehículo, como lo indicaban desde 1964 los letreros en las paredes, era el PCC, que mantenía relaciones filiales y serviles con el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Quienes por tantos años trajinamos en la izquierda lo sabíamos con certeza: que las Farc eran el brazo armado del Partido Comunista y que el PC era un títere del PCUS.

Alias Jacobo Arenas fue el comisario político enviado por la dirección comunista a aconductar las cuatro o cinco decenas de campesinos que se organizaron en Marquetalia,  y luego se desplegaron a Guayabero, Riochiquito, El Pato y otras comarcas. Hacía parte de la troika que dirigía al PCC como el mismo Tirofijo, quien era miembro del Comité Central desde 1962. Con el paso del tiempo los factores se invirtieron y el Partido Comunista quedó reducido a su condición de brazo político de las Farc. Como la Unión Patriótica a finales de los años ochenta. Quien quiera seguir los episodios de esa fatídica relación umbilical puede consultar el relato de Álvaro Delgado, “Todo tiempo pasado fue peor”, miembro por esas calendas del Comité Ejecutivo Central del Partido Comunista, o el magnífico libro de Steven Dudley, “Armas y urnas”.

El hecho indiscutible es que esas guerrillas de los sesenta del siglo pasado fueron cuerpos extraños en nuestro organismo social. Para poder sobrevivir y progresar en su accionar tuvieron que apelar a cuanto expediente criminal pudieron. Empezando por el secuestro, que las Farc iniciaron con Tirofijo a la cabeza, y que después imitaron las demás guerrillas, siguiendo con la extorsión de pequeños, medianos y grandes empresarios, incluyendo las multinacionales, hasta llegar al rentable negocio del narcotráfico en que han descollado, para terminar en la minería ilegal, para mencionar solo los principales delitos destinados a aprovisionarse de recursos económicos para mantener sus aparatos armados.

La historia nos aporta también la prueba palmaria de que esas razones geopolíticas explicaban la emergencia y persistencia de la mayoría de las guerrillas latinoamericanas, al menos las que supervivían a finales de los ochenta del siglo pasado y no habían fracasado por otras razones. Cuando cayó el muro de Berlín y posteriormente la URSS se vino a pique, como por ensalmo se esfumaron, disolviéndose o negociando su rápida reincorporación a la vida civil, como sucedió en Centroamérica y parcialmente en nuestro suelo. Las Farc –y detrás de ellas el Eln- fue la excepción, porque su entronque con el narcotráfico –a diferencia de las otras agrupaciones del Continente- le aseguraba continuar sus tropelías sin depender del “campo socialista” que encabezaron los soviéticos.

En un artículo que publiqué en junio del año pasado en este mismo periódico hice un recuento somero del historial delictivo de las Farc, prontuario me llevó a afirmar que tal pandilla es la mayor agrupación criminal de  la historia de Colombia. (Ver: http://www.periodicodebate.com/index.php/opinion/columnistas-nacionales/item/1635-los-mayores-criminales-de-colombia ) Basado en ese relato afirmo que los gestores y responsables de la oleada violenta de las últimas décadas son ellos y que como tal deben rendir cuentas. Ahora, con motivo de su sanguinolento cincuentenario, y en la línea de considerarse víctimas, declaran que “los hombres y mujeres, asesinados, desaparecidos, torturados, mutilados en esta larga guerra, lo fueron esencialmente en razón de sus convicciones políticas, generalmente comprometidas con proyectos de izquierda y alternativos de sociedad.” En tal sentido, su concesión máxima en este punto se expresa así: “Manifestamos nuestra disposición de contribuir de forma decidida en toda acción para posibilitar y recobrar una memoria desde las víctimas.”

En ese mismo orden de ideas, su gran propuesta es que se conforme una comisión de la verdad, conformada a capricho de las Farc, que reparta las responsabilidades por la ordalía. No. No es admisible que los principales victimarios posen de víctimas, y que sus responsabilidades se diluyan en una etérea comisión académica. Lo que el país requiere es un tribunal que juzgue a quienes han sido los causantes fundamentales y autores de tan grave tragedia.

Ahora que las Farc celebran ese cincuentenario de horror, vuelven a repetir las mismas mentiras de siempre, y a enfatizar en otras argucias propicias para el momento. Por ejemplo, la absurda prédica de que las Farc se metieron a la guerra para buscar la paz. La paz sirve para todo, como arma electoral por ejemplo, pero insólito que sobre todo sirva para hacer la guerra. Para Timochenko las Farc son ángeles custodios de la convivencia: “somos gentes de paz, amantes de la vida familiar, colombianos esperanzados en salir adelante honradamente. No vinimos al mundo con las armas en la mano, mucho menos entonando cantos de guerra. Fue la dura realidad política de nuestro país, la que condujo nuestras vidas a la rebelión armada.”

Pero su cháchara demagógica les juega malas pasadas. Mientras esa falacia pregonan de entrada, en el discurso veintejuliero de Timochenko, así como en la declaración del Secretariado y en la de la delegación de La Habana aseveran otra cosa bien distinta. Las negociaciones de paz son un simple medio para conquistar los objetivos estratégicos, a los que no han renunciado. Ese es el meollo de la cuestión. Parodiando a Carl von Clausewitz podríamos decir que la política (de paz en este caso) es la continuación de la guerra por otros medios.

La declaración del Secretariado de la organización criminal, con motivo de su cincuentenario lo asevera categóricamente: “…no hemos llegado a La Habana a firmar nuestra capitulación y a someternos a los poderes del Estado que hemos combatido por décadas. Está acordada con el Gobierno de Santos una Agenda mínima que apenas se aproxima a nuestras irrenunciables aspiraciones históricas, de producir y tomar el poder para transitar la senda del socialismo…”

Y el cabecilla principal, Timochenko, es igual de concluyente: “entendemos la mesa de conversaciones como la oportunidad más favorable para impulsar y concretar la conformación de ese torrente popular”, que había mencionado en el mismo párrafo, el mismo “que cancelará definitivamente el ejercicio de la guerra y la violencia  por parte del régimen, alcanzará la unidad y la madurez necesarias para acceder al poder político del Estado, e imponer las reformas fundamentales que reclama la gente colombiana.”

Para el efecto, redondeando la faena, la delegación de las Farc en La Habana publica un documento con once puntos que harían parte de las reformas pretendidas a través de la Asamblea Nacional Constituyente que han venido proponiendo. Como es obvio, rebasan por entero los cinco puntos de la agenda que ahora examinan, y se refieren a un cambio institucional completo para instaurar un estado socialista, basado en una “cogestión” que anula la democracia representativa, con un modelo económico que suprima la propiedad privada y arrase el capitalismo, y con la transformación radical de las fuerzas armadas según sus particulares criterios.

Los objetivos máximos de las Farc “por los que nos hemos levantado en armas contra el orden de dominación y explotación existente” no se agotan en los cinco puntos de la agenda actual. “Nuestras aspiraciones históricas son mayores; buscan precisamente la superación del orden capitalista”. Por ende lo que se pacte ahora tiene que conducir a la tal Constituyente. A la cual está condicionada no solo la refrendación de los acuerdos suscritos en Cuba, sino el cambio total del Estado para cumplir sus metas estratégicas. Así lo explican los “plenipotenciarios”: “Para nosotros es la posibilidad de refrendar los acuerdos logrados, de encontrarle salida a las salvedades que hemos dejado sentadas, y sobre todo de concertar un nuevo marco jurídico-político para la organización del poder social, del Estado y de la economía, sobre presupuestos que comprometan al conjunto de la sociedad colombiana, en todas sus expresiones políticas, económicas, sociales y culturales.” Y de remate, insisten en que ya vivimos un proceso constituyente en marcha, como dando a entender que en esa dirección avanzan las conversaciones en Cuba.

Pese a las alegaciones de Santos y Humberto de la Calle de que todo son aspavientos de las Farc, y que en la mesa nada de eso se ha considerado ni pasará, lo claro es que las Farc siguen en el juego de utilizar las negociaciones para escalar posiciones con miras a la toma del poder. A diferencia del M-19 y de los paramilitares, que declararon desde el principio que se desmovilizarían y entregarían las armas, y así lo hicieron, las Farc nunca han reconocido que procederán en esa dirección ni que abandonarán la lucha armada de una vez por todas, para participar en la lucha democrática como las agrupaciones políticas legales. Hablan de formar un frente para vencer al actual régimen, sumando al Eln, entre otras fuerzas, y al PCC, todas ellas organizaciones “antisistema”. Incluso, como lo hemos leído y escuchado repetidas veces, no entregarán las armas sino que harán “dejación” o uso temporal de las mismas, mientras se materializan las concesiones que demandan del Estado y que los catapultarán para estar más cerca del asalto al poder.

El proceso de paz es un chantaje, de quienes solo quieren ofrecer dejar de matarnos si les cedemos las herramientas para pasar a dominarnos, mientras mantienen amenazantes sus fusiles en la mano. No podemos doblegarnos ante semejante extorsión.

Tras cincuenta años de barbarie, los herederos de alias Tirofijo y Jacobo Arenas nos advierten que si no queremos otro medio siglo de sufrimiento, debemos plegarnos a sus exigencias, para instaurar un narco-estado de fachada socialista. El ultimátum es claro. Colombia no puede ceder ante él. El 15 de junio tenemos que ponerle una talanquera infranqueable a semejante amenaza.

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