Farc, ¡así no!

La actitud arrogante de esta organización aumenta el riesgo de que muy pronto se rebose la copa.

Primero fue el ataque contra una torre de transmisión eléctrica que dejó varios días sin el servicio a Buenaventura; luego, el derrame de 200.000 galones de crudo en Putumayo, que afectó a por lo menos 200 familias y 9 humedales, en un ciclo violento que concluyó con el cobarde asesinato a sangre fría del comandante de la Policía de Ipiales, coronel Alfredo Ruiz Clavijo, y del patrullero Juan David Marmolejo.

Luego, el blanco fue el oleoducto trasandino, en Tumaco, con un derrame que afectó ecosistemas marítimos y dos ríos, con perjuicio para más de 5.000 familias. Fueron posteriores a esta arremetida el atentado contra una estación eléctrica, que afectó a los municipios de Montañita y Milán, en Caquetá, y la voladura en dos puntos diferentes del oleoducto Caño Limón-Coveñas, que hoy tiene sin agua a los 16.000 habitantes de Tibú (Norte de Santander).

Se trata de un rosario de acciones demenciales. Son todas fruto de una actitud indolente, soberbia y brutal de la guerrilla, que tiene lugar luego de echar para atrás su decisión de cese del fuego unilateral, luego del bombardeo al campamento del frente 29 en Guapi (Cauca). La misma que está hoy a punto de convertirse en la gota que rebose la copa de la paciencia de los colombianos frente al proceso de paz. La razón es que no solo reanudaron las hostilidades, sino que lo hicieron con la población civil como blanco primordial y, peor aún, contra los más pobres y desprotegidos.

Para ser claros: el derramamiento de enormes cantidades de petróleo en tierras en las que la gente cultiva y sobre las fuentes de agua de consumo humano y de riego, así como la voladura de torres que garantizan la energía a las poblaciones más pobres son actos miserables que difícilmente alguien puede entender como parte del conflicto.

Pareciera que su arrogancia les impidiera notar que la percepción de los colombianos hacia el proceso, y más específicamente hacia dicha organización subversiva, viene en descenso, en la medida en que no se aprecian evoluciones visibles en términos de acuerdos sobre puntos de la agenda, pero sobre todo porque la insurgencia muestra cada vez una cara más agresiva frente a la comunidad.

Y es que no solo echaron un baldado de agua fría sobre el desescalamiento relativo que se había alcanzado y que había enviado el mensaje a los colombianos de que algo positivo estaba ocurriendo en La Habana, sino que destrozaron la incipiente confianza que comenzaban a generar en la opinión nacional e internacional. De paso, y es lo más grave de todo, recordaron que para ellos su fin –llegar al poder– justifica cualquier medio, incluso apalear una y otra vez al pueblo y causar daños irreparables a la naturaleza, la cual, en su retórica cubana, aseguran que hay que proteger. No se entiende cómo actúa de tal modo una organización que tiene ante sí la perspectiva de salir pronto a la plaza pública a conquistar votos con una agenda y un discurso en directa contravía con sus actos del presente. Esto desconcierta.

Es bueno añadir lo dramática que resulta la coincidencia de la publicación de la encíclica del papa Francisco acerca del impacto de los actos de los hombres sobre el medioambiente y las consecuencias de tal actitud en los más pobres, con su decisión de atentar contra la naturaleza en algunos de los lugares más pobres de Colombia.

En suma, lo que hacen las Farc es terrorismo puro y simple, y esas actitudes no pueden ser toleradas por el Gobierno como parte del conflicto. Ya lo han anotado varios analistas: mucho va de los episodios de confrontación militar con el Ejército, que –desde el comienzo, cuando se decidió negociar en medio de la guerra–, se asumieron como trasfondo de la mesa, a lo visto en los últimos días. La sociedad no acepta que ellos la instrumentalicen como parte de una retorcida estrategia. Las múltiples manifestaciones de repudio son la prueba de ese sentimiento colectivo, que es la verdadera amenaza contra el proceso de paz.

Se equivoca esta organización si en sus cálculos sobre la correlación de fuerzas estiman que el Gobierno está debilitado y eso es un punto a su favor para endurecer su postura en la mesa y lograr mejores condiciones en el acuerdo. Cada vez está más claro que su mayor enemigo es una sociedad hastiada de su falta de autocrítica, de su negativa a considerarse victimarios, de su renuencia a pedir perdón, a resarcir a las víctimas, a garantizar que no habrá repetición de esos delitos y a someterse a algún grado de privación de la libertad.

Y sobre todo les da la razón a quienes les han criticado el haberse quedado congelados en el tiempo allá en las montañas. Hay algo fundamental aquí: la sociedad ha cambiado, el pueblo del que dicen ser su ejército hoy es mucho más autónomo que cuando empuñaron las armas. Ante todo, mucho menos dispuesto a padecer un infierno a cambio de una supuesta y cada vez menos creíble redención.

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