Imposiciones gaviristas

Es difícil, como ocurrió ayer en el conversatorio convocado por la Universidad del Rosario sobre el plebiscito, alegar quién tiene la autoridad para hablar sobre el conflicto armado interno en Colombia. Mucho menos entre aquellos que ostentaron la Primera Magistratura y quisieron acertar en los diferentes intentos por buscar, precisamente, la salida política negociada.

Uno de esos intentos fue el que practicó, en su momento, el entonces presidente César Gaviria Trujillo, en las conversaciones de Caracas y de Tlaxcala.

En ese momento, a comienzos de la década del 90, hace más de 25 años, estaban dadas todas las condiciones para acabar con el conflicto armado interno en el país. En primer lugar, porque el mundo salía, por fin, de la Guerra Fría y el bloque soviético, que en buena medida patrocinó a las guerrillas colombianas, había fenecido. El símbolo de ello estuvo en la caída del muro de Berlín y la posterior incorporación de la democracia en Europa del Este.

En segundo lugar, porque el país vivía una ola de optimismo a raíz de convocarse la Asamblea Nacional Constituyente, de entonces, y de lograr unas instituciones nacionales por consenso, incluidas guerrillas recién desmovilizadas como el M-19 y el EPL.

Y en tercer lugar, porque la Corte Suprema de Justicia había autorizado esa Asamblea Nacional Constituyente con el objeto principal de que la Carta Magna se convirtiese en un tratado de paz interno, a partir de las nuevas instituciones obtenidas en un semestre de discusiones.

Fue lamentable, por ende, que las conversaciones de Caracas y Tlaxcala no hubieran fructificado durante el gobierno de César Gaviria Trujillo. Y no fue así porque se suspendieron indefinidamente las conversaciones a raíz del secuestro y muerte del exministro Argelino Durán Quintero, en Norte de Santander, por parte de la facción disidente del EPL. En ese entonces los diálogos se adelantaban, terminada la Constituyente, con las Farc y el ELN, aglutinadas en la Coordinadora Nacional Guerrillera, a la que a su vez se añadieron los remanentes del EPL, dirigidos por Francisco Caraballo.

En lugar de apartar al EPL de las conversaciones y mantener los diálogos con las Farc y el ELN, el gobierno de Gaviria prefirió acabar la Mesa, en México, y dejar a las guerrillas itinerantes en ese país, en cabeza de Alfonso Cano y Antonio García, esperando a que volvieran a Colombia para reiniciar los combates conocidos hasta hoy. Se perdió una oportunidad estelar para que la nación se ahorrara tanta depredación y barbarie de las últimas décadas.

Unos años más tarde, el entonces presidente Andrés Pastrana trató de recuperar el tiempo perdido, con las conversaciones del Caguán. Pero las guerrillas, tanto en su componente de las Farc como del ELN, se habían desdoblado vertiginosamente desde la época de Gaviria, hasta el punto, en el siguiente mandato de Ernesto Samper, de hacerse incontenibles. La fuerza pública había sido, en buena parte, abandonada a su propia suerte y las guerrillas pasaron a la guerra de movimientos. Pastrana mantuvo entonces los diálogos, pero al mismo tiempo logró el plan financiero y operativo que cambió por completo y favorablemente las capacidades de las Fuerzas Militares y de Policía. Fue el denominado Plan Colombia que, a no dudarlo, le permitió salir al país del atolladero en que venía en la última década.

Entonces no fructificaron, ciertamente, las conversaciones con las guerrillas. Pero nadie discute que fue el Plan Colombia, de Pastrana, el que cambió el eje gravitacional de la guerra y permitió el triunfo de las instituciones colombianas, en los mandatos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos.

En tal caso no es comprensible la actitud de Gaviria, apropiándose de la autoridad para hablar del conflicto armado interno colombiano, deslegitimando a todos los demás que no estén con su posición. Tanta autoridad tiene él como el mismo Pastrana para fijar las posiciones políticas que a bien tengan. Y si no se avanzó más en el Caguán, donde ciertamente no hubo acuerdo, fue precisamente porque nunca se pretendió ventaja alguna para la guerrilla y mucho menos el “despeje jurídico” que hoy se vislumbra como el corazón de los pactos habaneros, eliminando a las Cortes y haciendo del Congreso el escenario de curules armadas.

Si a más de la confusión que hay sobre el plebiscito, el asunto va a derivar en un pleito por la autoridad, muy pocas luces se le abrirán a Colombia porque ese es, naturalmente, el peor de los autoritarismos.

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