Independientes

Resulta de traicionera la asfixiante situación de los trabajadores independientes. Si no se les ve gritando en la calle es porque están haciendo alguna fila en alguna ventanilla.

Si la gente tuviera tiempo no estaría en pie ningún gobierno. Hora tras hora la democracia está siendo traicionada, pero la vida solamente alcanza para darse cuenta de las conspiraciones más ruidosas: un crimen de Estado que jamás se esclarece, un funcionario escandaloso descubierto con las manos en la masa o un presupuesto que un mal día crece igual que un monstruo llevado de su parecer (“el descalabro de la refinería de Cartagena no fue corrupción, sino improvisación”, se aclara) pueden recordarnos de la peor manera que estamos poniendo plata y más plata, pero no tomamos ninguna de las decisiones. Resulta así de traicionera la asfixiante situación de los trabajadores independientes, sí. Si no se les ve gritando en la calle es porque están haciendo alguna fila en alguna ventanilla como reses hacia un matadero que ni para eso sirve.

Si los trabajadores independientes no vivieran atrapados en esas kafkianas salas de espera, llenando formularios que “desde ahora hay que llenar”, pidiendo fotocopias de la cédula al 150 %, reclamando el enésimo certificado de su cuenta, dependiendo de pagar “la seguridad social” para que les paguen sus honorarios, entregándole un poco más del 20 % de sus ingresos a un país donde la corrupción se da por sentada, sometiéndose, en fin, a ese desgaste mensual que es la prueba incontestable de la existencia del Estado, estarían ahora mismo allá afuera preguntándose –por ejemplo– por qué los gobiernos no han estado tratándolos como independientes, sino como insubordinados: por qué han estado pagando más impuestos que los asalariados, por qué deben ganar un 59,3 % más que los empleados para tener una vida semejante.

Según la Cepal, que sirve, entre otras cosas, para frases como esta, los independientes son el 45 % de los ocupados en Colombia, pero sus gobiernos han estado tratándolos como si hicieran parte de una secta de privilegiados.

Es como si estuvieran castigándolos por no tener patrones, por no cumplir horarios, por no acatar órdenes sino cumplir fines, por darse el lujo de ir a la oficina de visita. Y estuvieran premiándose a sí mismos, de paso, por haberse librado de ellos.

Pobres trabajadores independientes: no les dan sueldos ni primas ni cesantías ni vacaciones ni licencias ni incapacidades, ni pueden darse el lujo de ser los evasores, pero no es ese el precio que tienen que pagar por la libertad, no, no es ese el precio que tenemos que pagar, sino estas vueltas infernales en las que está uno siempre al borde de convertirse en el ángel vengador de los vejados como el ‘Bombita’ de 'Relatos salvajes'; estas vueltas en las que un cancerbero sentencia “tiene que pedirle otro turno a la máquina, vecino”, y un asesor cansino saca de su manga una presentación empresarial –cuánta vida humana se ha perdido en el Power Point– para explicar por qué no ha sido posible “accesar” a la página web donde se paga la EPS que sobre todo sirve para tener con qué pagar la EPS.

Y ahora le hablan al piso sobre una nueva reforma tributaria pensada por expertos, por quién más. Y perfecto: paguemos impuestos, cobremos impuestos. Pero aprendan de los ministros de hace noventa años a redactar sus normas tributarias; supriman las prebendas, si la idea es vencer las desigualdades, en vez de gravar a dependientes e independientes por la espalda; recauden de frente –y bajo vigilancia ciudadana– no lo que necesitan sino lo que necesitamos, y dígannos claramente a dónde va a ir a parar el dinero que nos hemos ganado desde las 5 a. m., pues no hay peor traición a la democracia que desmoralizar a sus deudos, ni hay nada tan parecido a una dictadura como una economía que vuelve a los contribuyentes ranas en la olla hirviente del costo de la vida.

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