JEP: ¿reformas imposibles?

La vía de las objeciones, que legalmente era procedente, no prosperó, pero tanto el Gobierno como el Congreso deben abordar, por vía de reformas legislativas, los puntos que necesitan ajustes.

Hacíamos referencia el pasado viernes a la respuesta institucional del Gobierno a las decisiones judiciales que, por un lado, decretaron la libertad de un exguerrillero de las Farc investigado por narcotráfico -presuntamente cometido con posterioridad a la firma del acuerdo de paz- y, por el otro, a la de declarar que el presidente debe proceder a sancionar la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), al no haberse aceptado en el Congreso las objeciones formuladas por el Ejecutivo.

El presidente Duque y voceros de su Gobierno dijeron de inmediato que acatarían esos fallos judiciales, tal como corresponde. Y en lo que hace referencia a las objeciones presidenciales a la ley estatutaria de la JEP, el Jefe del Estado expresó el pasado jueves que no lo consideraba una derrota por cuanto, para él, derrota habría sido no defender los principios en los que cree.

Hubo, ciertamente, una corriente de opinión que de forma insistente puso a rodar la tesis de que el presidente Duque se desgastó innecesariamente, que bloqueó la marcha de su administración, atomizó sus apoyos en el Congreso y que removió elementos de polarización al formular las objeciones.

Pero sostener eso es negar, ni más ni menos, la atribución que tienen el Presidente y su Gobierno de formular iniciativas que apunten al cumplimiento de su programa electoral. Las reformas a la JEP habían sido suficientemente explicadas por el entonces candidato Duque. Y se da la paradoja que quienes sostienen que el Presidente no debió haber objetado la ley, le critican que no haya incumplido sus promesas electorales.

Es cierto que el asunto generó reacción adversa en varias bancadas en el Congreso y que motivó que se activara una especie de bloqueo a otras iniciativas del Ejecutivo. Este, no obstante, debe defender sus atribuciones para impulsar iniciativas legislativas que permitan ajustes al sistema de justicia transicional, pues de otro modo significaría que hay instituciones irreformables y ante las cuales ningún otro poder del Estado, ni siquiera el que recibió mandato y legitimidad en las urnas, tiene la capacidad de hacer modificaciones cuyo objetivo sea la prevalencia del bien común. Y si eso es así, crecerá la idea de que solo el constituyente primario sea convocado para producir un mandato a una asamblea constituyente para hacer lo que las ramas legislativa y judicial -léase altas cortes- hicieron inviable reformar.

Y si bien las modificaciones al régimen de justicia transicional ya no cobijarían a los desmovilizados de las Farc que se vieron cobijados, legal y jurisprudencialmente, por beneficios de facto en materias tan graves como narcotráfico y crímenes sexuales contra menores de edad, sí marcarían una línea infranqueable para quienes aun no deciden dejar la vida de alzados en armas.

No es admisible la consideración del narcotráfico como conexo a los delitos políticos. En los acuerdos de La Habana se considera como medio de financiación de la “rebelión” y no de enriquecimiento de “los combatientes”. Las nocivas consecuencias internas y externas de tal declinación de los criterios que siempre habían regido la lucha contra el narcotráfico serán demoledores.

También deberá el Congreso tomarse en serio la reforma al régimen de jurisdicción competente y de responsabilidad penal aplicable a quienes incurrieron en esa modalidad atroz de crímenes sexuales contra menores de edad reclutados, casi siempre de forma forzada, a las filas de la guerrilla. Amparar esos crímenes bajo cualquier manto que abra puertas a la impunidad es una vergüenza no solo jurídica, sino ética.

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