La cocaína regresa a Colombia

El crecimiento de la producción de narcóticos amenaza la estabilidad del país andino y multiplica la llegada de cocaína a EE UU y Europa.

El pasado 25 de abril, la policía española interceptó el mayor alijo de cocaína en la historia del país cuando se incautó de un contenedor que ocultaba 8,7 toneladas de esta droga en el puerto de Algeciras. Con esta operación, el alcaloide confiscado en esa región andaluza durante los primeros cuatro meses de 2018 suma una cantidad similar a la que se aprehendió en todo 2017. En otras palabras, Algeciras y su periferia están recibiendo tres veces más cocaína este año que el anterior. Esta tendencia al alza no es exclusiva de España. A finales de enero, las autoridades británicas descubrieron a bordo de un avión Bombardier Global Express 500 kilogramos de cocaína, un alijo de tamaño considerable para Reino Unido. La creciente facilidad de acceso a esta droga ha levantado alarmas también en Estados Unidos. En su último informe (International Narcotics Control Strategy Report), el Departamento de Estado subraya que hay señales de que “la disponibilidad y el uso de cocaína está en ascenso en Estados Unidos por primera vez en casi una década”.

La causa de esta resurrección de la cocaína se encuentra en Colombia, donde se ha producido un vertiginoso aumento de la producción. En 2012 se calculaba que la superficie cubierta por cultivos de coca en el país andino se situaba en 78.000 hectáreas, capaces de producir 165 toneladas. En 2016, el Departamento de Estado estadounidense registró un radical incremento de esa superficie, hasta las 188.000 hectáreas, con una capacidad de producción de 720 toneladas (véase gráfico).

Aunque todavía no se han hecho públicas las cifras para 2017, algunas fuentes dan por seguro que se situarán en torno a 230.000 hectáreas, lo que elevaría la producción de cocaína hasta las 900 toneladas. Si estas predicciones se confirman, se trataría de una cifra récord.
Las causas de la crisis

Hay dos preguntas imprescindibles. Por un lado, ¿cómo se ha llegado a esta situación cuando hace pocos años el narcotráfico parecía controlado en Colombia? Por otra parte, ¿cuáles pueden ser las consecuencias de este boom de la cocaína? Para responder a la primera cuestión, es necesario retrotraerse a la decisión del Gobierno de Bogotá de suspender la fumigación aérea de los cultivos de coca en 2015. Hasta ese momento, la aspersión había sido la piedra angular de la estrategia antinarcóticos colombiana. De hecho, había demostrado ser la forma más barata y efectiva de eliminar las plantaciones de coca, un enorme esfuerzo que obligaba a erradicar varias veces una misma parcela, ya que los cultivadores volvían a sembrar una y otra vez las parcelas destruidas. Además, la fumigación forzaba a los cocaleros a utilizar campos más pequeños en zonas remotas, lo que hacía el negocio más complejo y menos rentable.

La suspensión de la fumigación aérea, una concesión a las FARC, es clave para explicar el auge

La decisión de la Administración de Juan Manuel Santos de abandonar la aspersión aérea fue justificada por motivos de salud. Según el Gobierno, el uso de glifosato —el herbicida utilizado para destruir las plantaciones de coca— podía provocar cáncer a las personas expuestas a este producto. Sin embargo, organismos como la Agencia Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA, en inglés), dependiente de la Unión Europea, o el Comité Conjunto sobre Residuos de Pesticidas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de Agricultura y Alimentos (FAO), dependientes de la ONU, no han encontrado que existan riesgos de salud que justifiquen su prohibición. Aún más, pese a la cancelación de su uso contra los cultivos de coca, el glifosato continúa siendo empleado por los agricultores colombianos en productos para consumo humano.

En realidad, la prohibición de la aspersión de cultivos tuvo menos que ver con la salud pública y más con las negociaciones con las FARC. La guerrilla siempre rechazó la fumigación no solo porque su economía dependía del narcotráfico, sino porque veía a los cultivadores de coca como una base social cuyo apoyo quería conquistar. En consecuencia, la nueva política antidroga incluida en el acuerdo firmado por el presidente, Juan Manuel Santos, y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño, Timochenko, en noviembre de 2016, confiaba en que los campesinos abandonasen voluntariamente la siembra de coca a cambio de la entrega de subvenciones y convertía la erradicación forzosa —aérea o manual— en un último recurso destinado a aquellos que rechazasen esta oferta. El resultado fue una estrategia que confiaba en el reparto de zanahorias y dejaba al Estado sin un palo para disuadir a quienes se sintiesen tentados de entrar en un negocio de abrumadora rentabilidad.

Grupos criminales colombianos han tomado posiciones en las rutas de salida de la droga

Tres factores adicionales se han sumado para crear una tormenta perfecta de producción de cocaína. Para empezar, la suspensión de la fumigación no se compensó con un aumento de la erradicación manual (equipos que destruyen los cultivos arrancando las plantas). De hecho, las hectáreas de coca eliminadas de esta forma sumaban 13.445 en 2015, cuando se suspendió la fumigación, y ascendieron solamente a 17.642 un año después. Hubo que esperar hasta el año pasado para que se lanzase una ofensiva, cuyos resultados el Gobierno estima en 52.001 hectáreas erradicadas. Sin embargo, la efectividad de este esfuerzo resulta dudosa dado que los cultivadores pueden haber vuelto a sembrar parte de los campos destruidos. Por otro lado, la caída de los precios del petróleo a finales de 2014 desencadenó una fuerte crisis económica y generó incentivos para que algunos sectores de la población rural optasen por la coca como medio de subsistencia.
Los problemas de la estrategia antidroga

Pero sobre todo el problema es que el programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos ha funcionado parcialmente como un bumerán que ha alimentado los incentivos para la siembra de coca. La expectativa de recibir subvenciones del Gobierno estimuló a campesinos no vinculados a la producción de narcóticos a iniciarse en el cultivo de coca para luego recibir ayudas estatales cuando erradicaran su cultivo. En consecuencia, el número de familias cocaleras candidatas a recibir fondos gubernamentales se disparó. Si inicialmente se esperaba que fueran en torno a 55.000, el Estado terminó el año pasado con acuerdos firmados con 127.000 familias, y algunas fuentes apuntan que la cifra final podría acercarse a 200.000. De momento, el costo del programa para los grupos familiares ya inscritos se sitúa en más de 1.300 millones de euros y su efectividad está en duda. Aunque las comunidades involucradas reportaron haber erradicado 40.000 hectáreas durante el año pasado, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito solo pudo verificar la destrucción de 15.000. Por otra parte, no se puede descartar que algunos cultivadores destruyan las parcelas identificadas por el Gobierno solo para abrir otras en áreas fuera de su control.

En este contexto, ha emergido una geografía de la coca con tres centros principales de producción. El triángulo Cauca-Nariño-Putumayo, según datos de la ONU de 2016, concentra el 55% del total de los cultivos del país y exporta la mayor parte de la cocaína por la costa del Pacífico. En segundo lugar, Norte Santander, en la frontera con Venezuela, que alberga el 17% de los cultivos y su producción de clorhidrato de cocaína sale principalmente por rutas venezolanas. El sur del país, particularmente Meta, Caquetá y Guaviare, reúne el 15% de las plantaciones y la producción es enviada en su mayoría a Venezuela y Brasil. Entretanto, la costa de Caribe representa una puerta de salida menor, con la droga principalmente oculta en la mercancía despachada desde sus puertos.

La producción ha pasado de las 165 toneladas en 2012 a las 900 que se estima que se cultivaron el año pasado

El Gobierno colombiano ha visto desbordados sus esfuerzos para frenar la salida de narcóticos hacia EE UU y Europa. En principio, las cifras de incautaciones de droga han experimentado un espectacular crecimiento. Sin embargo, este aparente éxito es un espejismo. Se aprehenden más narcóticos porque se producen muchos más y, al final, el volumen de droga que se exporta es superior. Esta tendencia resulta visible al calcular la cantidad de droga que queda disponible para ser vendida después de restar las incautaciones a la creciente capacidad de producción del país.

Así, en 2008, la cantidad de droga restante tras las confiscaciones realizadas por la Fuerza Pública fue de 59 toneladas (un potencial productivo de 265 toneladas, menos unas incautaciones de 206). El balance mejoró en 2012, cuando se interceptó más cocaína de la que Colombia podía producir ese año (165 toneladas de potencial productivo frente a 183 interceptadas), como consecuencia de capturar narcóticos producidos en años anteriores o en otros países. Sin embargo, en 2016, el desborde de la estrategia antidroga se hizo evidente en la medida en que el volumen de cocaína disponible se disparó a 357,6 toneladas (un potencial de producción de 720 toneladas, menos 362,4 interceptadas).
Los actores criminales

Las organizaciones que controlaban el narcotráfico han tendido a atomizarse. El acuerdo de paz con las FARC facilitó el desarme de una parte de la organización, pero vino acompañado de la emergencia de una serie de grupos disidentes que siguen controlando la producción de droga. Además, la detención de Zeuxis Hernández, Jesús Santrich, uno de los negociadores de las FARC en el proceso de paz, acusado de intentar enviar 10 toneladas de cocaína a EE UU, ha puesto de relieve que una fracción de los guerrilleros desmovilizados conserva vínculos con el narcotráfico.

Paralelamente, el Gobierno ha asestado golpes importantes a la cúpula de los Urabeños, la banda criminal más importante del país, pero no ha podido impedir que algunas de sus ramas regionales hayan ganado autonomía. Al mismo tiempo, la guerrilla del ELN se ha marcado como objetivo expandir su presencia en zonas de producción y tráfico. De igual forma, grupos criminales menores como los Puntilleros o los Pelusos han buscado tomar posiciones en las rutas de salida de la droga.

La pujanza de la producción de cocaína también ha atraído a jugadores internacionales. La presencia en Colombia de redes criminales rusas o italianas no es nueva. Sin embargo, la forma en que los carteles mexicanos están penetrando en la costa del Pacífico representa un cambio sustancial con lo visto anteriormente. Preocupados por la incapacidad de sus socios colombianos de garantizar los envíos, estas estructuras criminales están tomando el control de campos de coca, laboratorios y rutas. La presencia mexicana se ha hecho tan notoria que, en algunas zonas del departamento de Nariño, los mariachis ganaron en popularidad a los tradicionales villancicos colombianos durante las pasadas Navidades. De este modo, la multiplicación de actores nacionales e internacionales crea las condiciones para una guerra a varias bandas por el control del inmenso negocio de la droga.

La penetración de los carteles mexicanos en la costa del Pacífico representa un cambio sustancial

Resulta inevitable que el crecimiento del narcotráfico tenga efectos políticos. La producción de droga promete convertirse en la primera fuente de riqueza de algunas regiones de Colombia, que cuentan con una economía legal raquítica. Una oleada de dinero ilícito que, con toda probabilidad, inundará de corrupción instituciones locales y regionales. Al mismo tiempo, un sector de los cultivadores de coca apuesta por construir una organización de alcance nacional con miras a lanzar una campaña de movilizaciones contra el Gobierno. Se trata de una combinación de dinero de la droga y política radical no muy distinta de la que llevó al nacimiento del movimiento cocalero boliviano.

La rápida expansión del narcotráfico representa una amenaza tanto para Colombia como para el resto de los afectados por los flujos globales de cocaína, incluyendo no solo mercados como EE UU y la UE, sino también países de tránsito como México. Durante los primeros 15 años de este siglo, el Estado colombiano demostró su capacidad para controlar el narcotráfico. El resultado fue no solamente una radical reducción de la violencia, sino además el aumento de la prosperidad y la mejora de la imagen internacional del país. La preservación de esos logros depende de la capacidad para contener este auge la cocaína. Para ello, será imprescindible que el nuevo Gobierno que surja de las elecciones presidenciales de mayo apueste por una política antidroga robusta y encuentre el imprescindible respaldo internacional. De lo contrario, las esperanzas de una Colombia estable y moderna pueden quedar enterradas bajo una avalancha blanca.

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