La colombianidad y su negación

Para inundar el país con sus ideas, con sus mentiras, con su violencia, se necesita más de seis meses. Timochenko tiene razón. En cinco meses, que es lo que queda de 2014, las Farc no tendrán tiempo para hacer eso, para reducir la colombianidad a polvo. Eso toma más tiempo.

Es lo que ha descubierto La Habana. Allí, el proceso ha sido calculado y cronometrado. La esencia de lo que se está pactando en Cuba toma tiempo. Lo que ellos llaman “negociar la paz” no se obtiene en otros seis o en diez meses de inteligentes contactos entre plenipotenciarios. ¿Quizás en un año? ¿En dos años?

Pues no se trata de incorporar a unas Farc arrepentidas de sus crímenes abominables a una Colombia orgullosa de su inmemorial y heroica defensa de la democracia. Si esa fuera la disposición de “las partes”, eso ya se habría firmado y confirmado en el terreno. No. Se trata de algo mucho más grandioso. Se trata de que, por el contrario, Colombia acepte dejar de ser Colombia, olvide su identidad, sus valores, su cultura, sus costumbres políticas, su pluralismo, sus reflejos unitarios, su genio nacional, sus defectos y sus aciertos, para abrirnos a otra cosa: a un país donde la doctrina Farc monopolizará el espacio político, el cielo, la tierra, el mundo del trabajo material, el espacio sutil y delicado del discurrir espiritual e intelectual. Ellas acometerán esa empresa con sus ideólogos, sus parlamentarios, sus estafadores, sus pasquines, sus deportaciones, sus masacres, sus servicios secretos, sus pistoleros, sus artificieros, sus cementerios, sus “tribunales populares”, sus pelotones de fusilamiento, sus hambrunas organizadas, sus falsos humanistas, sus planificadores de desastres, sus curas satánicos y sus envenenadores de soldados.

El presidente Santos cree sinceramente que el panorama es positivo, que estamos ad portas de un paraíso terrenal. El piensa que llegar a eso es posible, que es necesario y realizable. Sobre todo, el cree que eso es moral. El está bien persuadido. Esa inocencia de propósito se vio en su discurso de posesión el pasado 7 de agosto: “No debemos tenerle miedo al cambio. Hoy los invito a soñar”.

Hace cuatro años él no tenía tanta claridad. Probablemente lo han ido convenciendo de eso, no se sabe cómo, sus leales amigos de Caracas y La Habana, donde ya lograron tal milagro. Y desde hace más de dos años, para confirmar que ese es también nuestro futuro, sus asesores y ministros le dicen al país que esa es la única vía. Y los periodistas de la gran prensa, siempre tan alertas, perspicaces y patriotas, y los súcubos de las Farc en el Senado, aplauden rabiosamente esa perspectiva genial.

No es el momento para alimentar dudas. Ese cambio sin duda brutal de Colombia cabe, según Santos, dentro del muy legítimo y muy chic ideario de la Tercera Vía. El estima que Bill Clinton y Tony Blair saben todo eso y por eso lo apoyan. Santos cree que esas dos personalidades del primer mundo han estudiado exhaustivamente el expediente colombiano y ven que la negociación con las Farc es la más audaz y más prometedora operación de paz de este siglo que comienza. Eso lo lleva a exclamar: “¡Llega a su fin el último conflicto armado del hemisferio occidental!”.

Los que no ven las cosas así, no importan. Lo que dice la oposición uribista hay que rechazarlo, y hasta castigarlo con la cárcel, pues no tiene sentido. Son buitres ultra rígidos que ven a las Farc como irremediables delincuentes y no como gentes que han cambiado de naturaleza y le darán a Colombia la opulencia y prosperidad que todos buscan y la tan anhelada “libertad con justicia social”.

¿Por qué, además, pensar de otra manera? Santos no ha visto hasta ahora ni arengas, ni barricadas, ni manifestaciones masivas que le dicen en las calles y plazas que el abandono de la colombianidad, la apertura de ventanas y puertas a los jefes de las Farc, es un suicidio. Nadie dice eso con fuerza. Sólo unos cuantos amargados afirman tales cosas en el ciberespacio o en el Congreso, o en algunas columnas de opinión de la prensa escrita. El país está tranquilo e irá a donde le digan que vaya.

¿Qué es la colombianidad? ¿Es solo cultura? ¿Sólo folklor? Es mucho más que eso. Es todo lo que hemos sido y lo que proyectamos ser como nación libre. La colombianidad, que el marxismo se apresura a negar reduciéndola a una “complejidad”, confundiéndola con “nacionalidad” y con “patriotismo”, para eructar enseguida que éste último es “un sentimiento sin objeto”, es, por el contrario, una fuerza creadora que nos unifica y libera.

Paradójicamente, quienes no quieren saber de colombianidad, son los mismos que corren a defender la noción de “cubanidad” cuando ésta es mostrada como antiamericanismo y adhesión a la “revolución” castrista.

Colombianidad es, sobre todo, lo que las Farc, durante más de 60 años, se empeñaron en destruir. Lo que intentaron echar abajo acudiendo al “socialismo científico”, desde mucho antes de Tirofijo: desde la época de Joseph Kornfeder y de sus adeptos como Moisés Prieto y Raúl Eduardo Mahecha.

Los terribles matones que este país ha sufrido desde entonces, incluyendo los paramilitares y los carteles de la droga, con su descomunal agresividad, nunca fueron tan lejos en ese proyecto, en la acumulación de tanto odio. La destrucción que está en curso es mucho más radical y profunda. Es una destrucción sin paralelo.

Reinstalar sobre las ruinas de un sistema liberal-conservador que siempre fue viable la ideología fracasada del nacional-bolchevismo es lo que está en marcha, para salvarle el pellejo, y sólo para eso, a la dictadura castrista y para restaurar de alguna manera un internacionalismo comunista en alguna parte del globo, es la empresa más obtusa, reaccionaria y obscurantista de hoy. Santos, sin embargo, cree que esa empresa es “progresista”. De manera angelical, con primor y candidez, Santos empuja ese arremuesco y nos pide que le ayudemos a realizar ese ideal. Y todos tranquilos porque lo que está en juego, sabemos, es la paz auténtica, la cual nos convertirá en el coloso de la América Latina, como lo anunció, con firme convicción, el presidente Santos este 7 de agosto: “A Colombia en paz, con equidad y educada, no la frena nadie”. Espejismo devastador.

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