La crema dulce del pastel envenenado

Magistrado quería denunciar reuniones de un presidente de Colombia con criminales, para llevar a cabo un nefasto plan. ¿Ficción o realidad?

Andaba por la calle ensimismado y distraído pensando en los casos de Luis Alfredo Ramos y Álvaro Uribe Vélez, detenido absurdamente el primero por la CSJ, y denunciado el segundo por enésima vez ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara por una desconocida sala de justicia y paz de un tribunal de Medellín. Pensaba que no podía ser casual que ambos sufrieran semejantes afrentas cuando proclamaban sus aspiraciones políticas a la Presidencia y al Congreso por la misma vertiente política.

De repente me tropiezo con un conocido abogado litigante, penalista, viejo amigo, con quien no departía hacía tiempo. La persona precisa para indagarle sobre estos temas, pensé.

Vaya sorpresa. Apenas empiezo a interrogarlo, me toma del brazo y me conduce por una calle aledaña a un cafetín de mala muerte. Hay pocos parroquianos y nos acomodamos en un rincón. Con la mayor discreción abre su maletín y saca un fardo arrugado de hojas, con membrete de un tribunal que ahora no recuerdo con precisión, y me lo entrega. Me advierte de entrada que no fuera a fotocopiarlo y que solo disponía de media hora, de suerte que lo único que yo podía hacer era tomar unas notas a lápiz de lo que alcanzara a leer en ese lapso, si pensaba que el misterioso documento me resultaba útil.

Según me explicó lo había encontrado en la papelera de un magistrado de aquel tribunal que he olvidado, cuando lo abordó en su oficina para una diligencia judicial. Le había llamado la atención el mamotreto allí abandonado y lo tomó en un descuido del magistrado. Era nada más ni nada menos que un borrador de comunicado de dicho tribunal, a propósito del juzgamiento de unos paramilitares dentro del proceso de justicia y paz, que se presumía que eran narcotraficantes infiltrados en busca del perdón o rebaja de sus penas.

Claro, pensé. Hoy la costumbre de jueces y tribunales es expedir comunicados antes que fallos, e incluso, “modular” los fallos luego de acuerdo con el impacto de las primeras revelaciones mediáticas. El proyecto de comunicado de marras había sido arrojado a la basura porque el tribunal seguramente no lo había admitido. La decisión había sido desfavorable para su proponente, dejando en el aire su contenido. De todas maneras no carecía de interés.

También, como es la costumbre hoy, sus consideraciones se salían del preciso marco del juicio que el tribunal tenía entre manos –a similitud del caso del expresidente Uribe y el tribunal de Medellín- para adentrarse en otras materias. Pese a ello sus consideraciones no dejan de tener sentido y no resisto la tentación de transmitirlas en este escrito, resumidas y telegráficas, de acuerdo con las notas que logré tomar a las volandas.

El propósito evidente del magistrado era enlodar al actual presidente Juan Manuel Santos, comprometiéndolo, de manera parecida a lo que hizo la CSJ con Luis Alfredo Ramos, en reuniones perversas con criminales de la peor laya. Informaba que, en consecuencia, se compulsarían copias del fallo pertinente –que no prosperó, ya entienden- a los entes que correspondieran según la categoría de los indiciados (creo que es el término de los abogados): Fiscalía, Corte Suprema de Justicia, Comisión de Acusaciones de la Cámara. De entrada empecé a entender por qué su ponencia fue derrotada y vino a morir en un basurero: es fácil hoy día, a propósito de ese tipo de hechos o meras sospechas, atacar a uribistas, pero bastante difícil que acusaciones similares prosperen contra santistas, y sobre todo su cabeza visible.

Empezaba el comunicado por relatar las reuniones que sostuvo Juan Manuel Santos en 1997 con jefes paramilitares y guerrilleros. Y las detallaba con fechas, lugares y otras anotaciones singulares. Según el resumen que logré extraer, fueron al menos las siguientes.

Primero una cita a mediados de 1997 con Carlos Castaño, jefe de las AUC, en el corregimiento de Guadual, municipio de Valencia, departamento de Córdoba. El traslado de Santos se verificó en helicóptero del conocido narcotraficante Orlando Henao, y el exministro estuvo acompañado del periodista Germán Santamaría, quien tomaría las primeras fotos de Castaño, que luego fueron publicadas por El Tiempo, editadas convenientemente para que no apareciera Santos. La segunda, poco tiempo después, tal vez a comienzos de octubre, en compañía del esmeraldero Víctor Carranza –conocido de Santos desde su época de ministro de Gaviria- quien proporcionó el helicóptero, en un campamento del jefe paramilitar ubicado cerca al pueblo llamado Villanueva, no lejos de San Pedro de Urabá, en límites de Antioquia y Córdoba. Lo acompañaba al parecer Álvaro Leyva, quien previamente se había reunido con “Tirofijo” y llevaba el mensaje de éste a los otros complotados.

Santos ha reconocido muchas veces las reuniones. Lo que está claro es que no fueron autorizadas por el gobierno de entonces, de Ernesto Samper. Por el contrario, se trató de una “conspiración” -como la calificó entonces el primer mandatario- para derrocarlo, a cuya cabeza estaba Santos. Éste ha negado que ese fuera el propósito: más bien, ha dicho, se trataba de armar un proceso de paz con paramilitares y guerrilleros, que, en sus palabras “estaba de un cacho”. Solo que la condición para la tal tramoya de la paz era que Samper abandonara el poder. No era que se quería tumbar a Samper, parecía dar a entender Santos, sino que no había otro modo de concretar la paz que lograr su caída.

Pero no solo se trataba de la defenestración de Samper, sino de instalar en el poder un nuevo gobierno, en asocio con los criminales. El mismo Santos explicó entonces que Marulanda y el “Mono” Jojoy no se iba a transar por chichiguas. La alternativa era, ni más ni menos, crear “un Frente Nacional con la guerrilla”, en los términos exactos de Santos. Para el efecto debía convocarse una Asamblea Constituyente que transformara la institucionalidad vigente por entero, y despejar una región de Colombia para adelantar las negociaciones, como lo pedían los insurgentes.

Meses más tarde, ya en 1998, siguiendo el relato del magistrado, Santos dirigió una conocida comunicación al presidente de la Cámara de Representantes donde indicaba: “Ya no se trata de ver cómo se hace más ancha la puerta para que entren los que están afuera de la casa de la democracia sino que, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia de Colombia y en prácticamente todo acuerdo de paz, se trata es de ver dónde los vamos a alojar, cómo es que nos vamos a distribuir los cuartos de la casa. Simples remiendos a nuestro sistema político no son suficientes. Ahora lo único que sirve es la construcción de un nuevo país.” (A propósito de construir un nuevo país –o refundarlo- con semejantes sujetos, en anotación al margen el magistrado estampó  este interrogante: ¿Algún parecido con el Pacto de Ralito de varios políticos con jefes paramilitares?). En la misma misiva plasmó Santos su idea de una coalición con los terroristas de la siguiente manera: “Un Frente Nacional en el que se pacte con todos los sectores políticos y con la guerrilla un nuevo régimen político que reconozca la realidad que hoy representa la insurrección armada. Se trata de reconocer que solo con una profunda redistribución del poder político, con una recomposición constitucional y con una coalición institucional, de la que hagan parte los alzados en armas, se podrán dar las garantías necesarias y las alternativas de acción política para que se silencien los fusiles.” (¿Se parece algo a lo de ahora?, interrogaba el magistrado en otra anotación al margen).

Declaraciones de Castaño y Mancuso en libros, entrevistas, y ante tribunales, que el comunicado del magistrado detalla en toda su extensión, son apabullantes en cuanto a la intención de las reuniones de 1997. Según ellos, sí se buscaba darle un golpe a Samper, de una forma singular: colocando la paz de Colombia a depender de su retiro del cargo, en virtud de que esa era la exigencia de las Farc y las Auc, que casaba perfectamente con las ambiciones del precandidato Santos. Es más, el magistrado recoge las declaraciones de Mancuso, presente en las reuniones, en el sentido de que Santos le preguntó a Castaño si tenía y podía aportar pruebas del apoyo de narcotraficantes a la campaña que llevó a Samper a la presidencia.  Es evidente que más que un noble propósito de buscar salidas al desangre del país, había el interés de golpear a Samper, a la par que presentarse como adalid de la convivencia; al mismo tiempo que adelantaba su campaña como precandidato a la presidencia para las elecciones de 1998.

En documento revelado por los medios, escrito por Mancuso, y citado por el magistrado, se dice: “Durante la charla, el doctor Juan Manuel Santos le preguntó a Carlos qué tan comprometido estaba el presidente Samper con el narcotráfico. El Comandante le respondió con afirmaciones concluyentes, incluso mencionó que tenía pruebas de las alianzas.” Santos indicó que eso deslegitimaba por entero al gobierno, razón que lo había llevado allí para proponerles un plan, muy arriesgado políticamente, pero que a su entender le servía a Colombia y a las autodefensas. Lo relata así Mancuso: “Se trataba, afirmó, de una especie de golpe de Estado para devolverle la legitimidad al gobierno…”

El magistrado deja entrever, en el proyecto de comunicado, que es un desatino que se apele a criminales para allegar pruebas contra un gobernante elegido democráticamente, con el propósito de derrocarlo, independientemente de la afinidad o inconformidad que uno pueda haber tenido con Samper. Y añade otra declaración de Salvatore Mancuso que ratifica ese despropósito: “Juan Manuel Santos nos propuso que hiciéramos una especie de golpe de Estado contra el presidente de esa época, que era Ernesto Samper. Que le consiguiéramos las pruebas del narcotráfico, a lo cual el comandante le dijo que sí, que teníamos las pruebas”.

El expresidente Samper ha sido tajante en señalar dos cosas: que sí se trataba de una conspiración y que dichas reuniones, como otras con jefes guerrilleros, se hicieron sin conocimiento ni autorización del gobierno. "A mí me consta que sí había intenciones de armar una coalición siniestra patrocinada por Juan Manuel Santos, por narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Tuve conocimiento por parte de Gilberto Echeverry que era mi ministro, de los contactos que se hicieron hasta con las Farc" indicó hace unos tres años el exmandatario, en medio de la última campaña presidencial en que Santos fue el candidato del partido de la U. Insinúa que eso era ilegal, pues por norma constitucional solo en cabeza del presidente está el manejo de la seguridad y adelantar cualquier gestión de paz. Y agregó que dentro de ese complot Juan Manuel Santos fue "la crema dulce del pastel envenenado".

El mismo procedimiento siguió Santos con las Farc. Utilizó a Álvaro Leyva, viejo amigo –o compinche piensan algunos- del grupo narcoterrorista, como contacto para concretar la cita. Siempre, para todas estas diligencias, indicó Santos “mi hermano Enrique estaba al tanto dando consejos.” Un bonito gesto de amor filial que perdura inalterado. Y efectivamente se encontró con alias “Raúl Reyes” en San José de Costa Rica, al parecer el mismo mes de octubre de 1997. A la sazón el tal “canciller” de las Farc utilizaba el territorio tico como sede alterna para reuniones de este nivel. Un año después, por ejemplo, ya posesionado Pastrana se encontró allí con Phil Chicola, subsecretario del Departamento de Estado para la región andina, primer contacto con los norteamericanos para ambientar el jaleo del Caguán que estaba por arrancar.

Reyes estuvo acompañado de Olga Marín, su esposa y mano derecha, hija de “Tirofijo”. Según las malas lenguas, aunque no lo pudo comprobar -advierte irónicamente el magistrado en su proyecto de comunicado-, Santos había enviado a Reyes un fino reloj Rolex de regalo, antes de la cita, como mensaje de amistad y de agradecimiento por aceptar tan importante encuentro. El mismo Santos reconoció después que estuvo con Reyes y su esposa degustando una opípara cena en un lujoso restaurante de San José, acompañada de finos vinos, recuerda el magistrado. Quien se pregunta por la diferencia que puede haber entre tomar vino con un terrorista, en secreto, para urdir una conspiración contra un presidente, sin autorización oficial, o tomar whisky con otros terroristas que se están desmovilizando y discutiendo una ley para hacerlo, actuando como congresista en funciones, que es la acusación más grave contra Luis Alfredo Ramos. Debe haber diferencias, sugiere el magistrado. Parece que en esas esferas, donde el licor debe cumplir alguna función trascendente, los magistrados tienen unas licencias muy especiales. Entre paréntesis –seguramente dudando si incluir esa reflexión, dado que se dirigía a sus superiores jerárquicos-, el magistrado del mamotreto  incluyó a propósito una consideración embarazosa: ¿Tomar whisky en la Enoteca del mismo Mancuso, o en invitaciones de Ascensio Reyes por diversas ciudades del país es decoroso y decente, y no indica una inclinación a favorecer a los bandidos, o favorecerse de ellos? ¿Puede tranquilamente un magistrado auxiliar de la CSJ, libar aguardiente con un testigo dentro de las investigaciones de la parapolítica, sin que ello afecte la pureza e imparcialidad de su función, como cruza un rayo de luz un cristal “sin romperlo ni mancharlo”?

Además del licor fino los relojes parecen también ejercer una rara fascinación en los bajos fondos. No hay mafioso que se respete que no ostente los más estrafalarios  artefactos. El “Mono Jojoy”, como se descubrió después del bombardeo que dio al traste con su vida, portaba un finísimo Rolex, al parecer la marca preferida entre los líderes del proletariado. Luego del bombardeo correspondiente que terminó con la vida de Raúl Reyes, se comprobó lo mismo, salvo que el suyo era menos fino. Infidentes de estas lides han sugerido que el que lucía este último al morir fue el que le compró y obsequió Víctor G. Ricardo en la gira europea dentro del proceso del Caguán, que se ha venido a saber después que fue un ejemplar chiviado de solo 20 euros. No se sabe qué suerte correría el que le regaló Victor G. a Tirofijo en la reunión secreta que sostuvieron para aupar la candidatura de Pastrana a la presidencia en junio de 1998, y que lució con sorna el viejo bandido en foto de antología, para ofrecerle un guiño no disimulado.  El magistrado, en este punto, se pregunta asombrado, quién fue más cínico: el que llegó a la presidencia respaldado por dineros del narcotráfico, o el que lo logró después empujado por la celada perversa de los narcoterroristas. Un dilema de grandes proporciones. En estas materias hay todavía dudas, de la misma manera que tampoco está claro si frente a los criminales es más aconsejable dar un Rolex o recibirlo; casos se han visto, también en la magistratura, que siembran la duda referida.

Lo cierto es que todo ese entramado turbio se vino a pique cuando la opinión pública lo conoció escandalizada. El mismo Carlos Castaño escurrió su responsabilidad en la conjura. En el libro “Mi confesión” refirió contrito: “Yo era un imbécil convencido de las intenciones altruistas que en un principio motivaron la conspiración”. Desde entonces, advierte el magistrado que redactó el comunicado frustrado, se han intentado abrir varios procesos criminales por estos hechos, sin éxito. Parece que los implicados están cubiertos por un teflón misterioso que los protege.

Curiosamente escrita a mano, en el reverso de este punto final, el magistrado agregó una nota que probablemente había pensado incluir en el cuerpo principal del documento. Hacía mención de dos acontecimientos paradójicos que han terminado siendo archivados u olvidados. El uno, la reunión sostenida por el entonces candidato Andrés Pastrana en 1998 con “Tirofijo”, previa reunión con Victor G. Ricardo –su emisario y posterior comisionado de paz-, y que le permitió el golpe político que definió su triunfo a la presidencia en la segunda vuelta. Reunión también secreta con un criminal, con evidente propósito político electoral, sin autorización ni conocimiento del gobierno de turno. Menciona el magistrado que Fernando Londoño Hoyos, sin éxito, demandó a Pastrana, a Ricardo, y a Álvaro Leyva, participantes de este oscuro capítulo, ante la CSJ y la Fiscalía. Todo indica que perdió su tiempo en tan cándidas diligencias.

La otra nota se refiere al silencio inexplicable que reina sobre un caso más reciente, el del almirante Arango Bacci. Como se recuerda, al alto oficial naval se le acusó de nexos con el narcotráfico. Era ministro de Defensa Juan Manuel Santos, que obró como uno de los acusadores, presentando a la CSJ un supuesto recibo de un pago recibido de la mafia. La prueba fue desechada por peritos y la Corte absolvió a Arango por falta de pruebas. En el mismo fallo ordena investigar a Santos por el posible delito de “omisión de denuncia”, pues tardó varios meses con la prueba en sus manos y se tomó la atribución de hacerla examinar de expertos sin tener competencia para ello. (Entre paréntesis el magistrado sugiere otros motivos personales inconfesables en este ataque de Santos al almirante, que no detalla). Eran los días en que Santos fungía como uribista y se perfilaba como candidato de esa corriente a la presidencia. Por tanto valía la pena correrle pliego de cargos; hoy, luego de su viraje como primer mandatario, la CSJ mira para otro lado y se hace la de la vista gorda.

Unas frases garrapateadas con lápiz al final del documento, dan a entender la razón por la cual la ponencia de este magistrado fue derrotada y el comunicado se volvió innecesario. Hoy el conspirador de antaño está gobernando con el presidente que iba a ser derrocado por él; aquellos arranques juveniles simulando denunciar la connivencia con el narcotráfico se han reemplazado por la petición de legalizar la droga; los herederos de los Rolex de antaño negocian el futuro del país en La Habana; y los paramilitares extraditados han encontrado eco a sus calumnias, por fin, para tratar de vengarse de quien los extraditó.

Mientras mi amigo se dirigía a pagar los cafés que nos tomamos quise sacarle unas fotos al documento con mi celular sin que se diera cuenta. Cuando quise accionar la cámara escuché el poderoso ringtone que le tengo instalado y me agité desconcertado. El celular no estaba en mis manos sino en mi mesa de noche y lo que sonaba era la habitual alarma mañanera para despertarme. Eran las seis de la mañana y ya despuntaba el sol. No había dormido bien y me sentía cansado. Poco a poco adquirí conciencia de lo que había pasado. Empecé a recordar los detalles del sueño que rayaba en una pesadilla. Todavía no logro entender si lo que he narrado fue un sueño o realmente ocurrió. Suele sucederme.

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