La cuarta revolución

El Estado colombiano es un desastre. La justicia no funciona (hay millones de expedientes sin resolver y la impunidad es enorme).

La mermelada mueve al Congreso. La construcción de obras es eterna. La calidad de la educación, horrible. La política agrícola, inexistente. La movilidad urbana, de mal en peor. Los permisos y licencias, infinitos y costosos. La corrupción, omnipresente. La gente no cree ni en las instituciones ni en los políticos, y tiene pésimo concepto de los jueces. Esto es así desde hace rato y empeora con el tiempo.

John Micklethwait y Adrian Wooldridge, escritores de The Economist, autores The fourth revolution, muestran que este es un problema de Occidente. En Estados Unidos, la polarización política impide que se tomen decisiones elementales y Europa ha mostrado su incompetencia con la errada creación del euro y el torpe manejo de su crisis. Norteamericanos y europeos, con estados de bienestar insostenibles, no creen en sus gobiernos y políticos. El fanático Tea Party de Estados Unidos niega la evolución y el cambio climático y en Europa pululan los partidos de extrema derecha contrarios a la misma idea de Europa. La crisis del Estado se ha convertido en una crisis de la democracia.

La alternativa es el llamado estado asiático, el modelo del patriarca de Singapur, Lee Kuan Yew, inspirador del régimen chino, que sí proporciona un gobierno eficiente que produce resultados. El problema es que es autoritario y arrasa con la libertad individual (su versión tropical es el gobierno de Ecuador, que sí hace carreteras).

Los autores piensan que el Estado de Occidente necesita una Cuarta Revolución, que lo haga eficiente y le devuelva su credibilidad, al tiempo que garantice la libertad (la primera revolución, asociada con las ideas de Hobbes, creó el Estado para proveer seguridad y protección; la segunda, con filósofos como John Stuart Mill, defendió la libertad individual, la meritocracia y la eliminación de los monopolios; la tercera, ligada a Beatrice Webb, impulsó el Estado de bienestar).

Aparte de aprovechar la revolución de la información para la reingeniería del Estado, los autores sugieren tres líneas de acción: (i) eliminar los subsidios a los ricos y las clases medias (como las pensiones extraordinarias de los magistrados y políticos colombianos); (ii) hacer, cuando se pueda, privatizaciones que tengan sentido; (iii) racionalizar las transferencias sociales cuando sea necesario (hay mucha gente en el Sisbén que no es pobre).

El futuro del Estado occidental, según los autores, puede seguir los pasos del de Suecia. Después de profundas reformas, allá cayó la relación de gasto público a PIB. Se transformó el régimen de pensiones y se introdujeron audaces iniciativas en la educación y la salud.

Dice la prensa que este libro, comentado por Michael Ignatieff en el NYRB, es de obligada lectura en la Casa de Nariño. Tal vez por su reciente aparición, sus ideas todavía no se reflejan en las iniciativas de los ministros: la reforma tributaria no favorece la competitividad; aún no se conocen propuestas para hacer que la justicia funcione; y en lugar de una propuesta educativa completa, se anunciaron unas becas. Ojalá que en los próximos meses las ideas de la Cuarta Revolución animen iniciativas ambiciosas que, por fin, puedan hacer funcionar al Estado colombiano.

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