La fe perdida

Los colombianos no creen en nada. Tienen el alma seca de ilusiones y respetos. Trágica despedida de este año fatídico.

Para mantener alta la imagen del presidente Santos hemos gastado muchos miles de millones de pesos en publicidad y encuestas. Pero lo grave es que perdimos el tiempo y la plata. La inversión no ha bastado para conservar la fe de los colombianos en su propio destino. Aun las encuestas profesionalmente optimistas revelan que nuestros compatriotas ya no tienen en qué creer. Mírese aquella última de Lemoine y se verán sus desoladores resultados, en el fondo los mismos que revela la de Invamer Gallup.

Después de festejar la imagen del gobernante, cada vez con menos entusiasmo, los encuestados consideran que su situación de inseguridad es pavorosa; que la guerrilla gana terreno sin cesar; que las mafias y la corrupción los agobian; que la canasta familiar es menos accesible, y el empleo más remoto y menos gratificante, a pesar de las piruetas del Dane; que la salud empeora en calidad y la educación es artículo de lujo. Parecería que todos tienen los versos de Arciniegas a flor de labios: “Ya la fe de otros años no me escuda, quedó de sueños mi ilusión desnuda y no puedo creer lo que me dices”.

Lo peor de la historia es que la desazón colectiva no se aplica solamente a este ejecutivo que no ejecuta, sino que penetra a fondo las demás instituciones del Estado.

No ha tenido el Congreso sólido prestigio popular. Pero este bate todas las marcas del disfavor público. La gente entiende que hace muy poco y que lo poco que hace lo hace muy mal. No se le escapa al más distraído que nada se legisló sobre pensiones, cuando hasta la señora Lagarde advirtió que por ese hueco negro se podía ir al abismo la nación entera; nada se hizo sobre cárceles, cuando las que tenemos apestan y nos avergüenzan ante los ojos del mundo; quedó trabada la ley de educación, cuando la calidad de la nuestra es la peor del vecindario; la de salud sigue entre promesas y anuncios, lo de siempre; el prometido Código Electoral en promesas se quedó y la ley agraria pasó del Capitolio de Núñez a la Plaza de la Revolución del Che Guevara.

Y cuando el Congreso se mueve, con el alma empalagada de mermelada, lo hace tarde y mal. La reforma de la justicia es el peor papelón de la Historia. La ley de víctimas se quedó sin un peso y la de tierras se confunde maliciosamente con la gestión del Superintendente de Registro sobre baldíos. Y acabamos de cerrar con una reforma tributaria que destroza a la clase media y al propio fisco. ¡Vaya novedad! ¡Una reforma para perder recaudos!

No extrañará a nadie que el Congreso supere el 70 por ciento de desfavorabilidad en el juicio popular. Pero queda lo peor. Y es que comparte honores con la justicia, a la que no se ama, ni se admira, ni se respeta.

Los colombianos han entendido, finalmente, que las altas cortes se convirtieron en una fábrica de sentencias para diseñar un sistema grosero de tributación y de pensiones, del que son beneficiarios sus propios miembros. Han entendido que la Corte Constitucional se especializó en propinar golpes de Estado para expandir sin medida sus atribuciones. Que el Consejo Superior de la Judicatura se convirtió en jubiladero de sus amigotes y en patrocinador de huelgas ilegales. Que la Corte Suprema de Justicia fue en su sala penal fábrica de “pitirris” y abrió por mayoría la puerta giratoria de sus miembros para perpetuarse en su propia mermelada; que el Consejo de Estado se convirtió en triste escenario de morosidad y mediocridad. Y que todos los jueces se dedicaron a la violencia de las huelgas que la Constitución les prohíbe. Galardón final: una sentencia popular condenatoria con más del 70 por ciento de los votos.

Los colombianos no creen en nada. Tienen el alma seca de ilusiones y respetos. Trágica despedida de este año fatídico.

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