La “gente divinamente” y los periodistas

La pasada marcha contra el gobierno de Santos, convocada por el Centro Democrático, demostró dos cosas: una, que cada vez más aumenta el inconformismo por las negociaciones con las guerrillas de las Farc y del Eln, y dos, que la fragmentación del país es cada día más crítica.

Esta última es aún más preocupante pues ha comenzado a involucrar a periodistas que, por más politizados que estén, parte de su trabajo es, precisamente, pretender neutralidad.

El día de la marcha se vieron en redes sociales varios comentarios despectivos por parte de algunos informadores que constantemente se referían a la clase social de los simpatizantes del expresidente Uribe. “Señoras ricas”, decían algunos. “Gente divinamente” decían otros. Los simpatizantes de la protesta no se quedaron atrás. En redes circularon fotos con pancartas que decían “no más Farc” al lado de “no más periodistas”, siguiendo la ya peligrosa práctica de Uribe de acusar falsamente a periodistas como Daniel Coronell o Yohir Akerman de tener vínculos con grupos ilegales.

La diferencia entre un país dividido y uno fragmentado es importante. Que el país quiera dos cosas distintas no es malo. Esto implica que las personas están negociando y están comunicando sus demandas. Está bien presionar para que la ley se actualice y proteja a quienes se sienten excluidos. El problema real aparece cuando a un grupo le irrita la mera presencia del otro y está dispuesto a violentarlo así sea sólo verbalmente. Es ahí cuando aparecen los odios y vendettas personales, los rumores, las cuentas por cobrar y, eventualmente, la agresión física.

Cuando la división entre lo público y lo privado desaparece un grupo termina por deslegitimar al otro no por lo que dice, sino por lo que es, bien sea señoras adineradas o periodistas. Convertir el debate sobre los diálogos de paz en un asunto de clase social o de profesión es peligroso. Uno no puede creer que la simple existencia del otro es ilegítima y no tender a actuar sobre esa creencia. No es bueno tentar al diablo e invitar a la brutalidad, ni poner a prueba a Dios y ver hasta qué punto resiste la propia virtud.

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