La ilusión de la paz en Colombia

Negociar la paz con las Farc, es un acto en el que el pueblo colombiano no quiere arriesgarse.

Mi profesor y amigo el ex- presidente Alfonso López Michelsen repetía cuandoquiera que se presentaba el tema: “No olviden que el extenso arrugamiento del territorio colombiano es factor inmodificable de su ingobernabilidad”. Verdad evidente.

Precisamente en este nuestro territorio, una de las más fruncidas, extensas, frescas y habitadas superficies del planeta en la zona tórrida, hace unas seis décadas hizo su aparición masiva el fácil cultivo de coca de la mejor calidad. Y por cierto que lo hizo, como si fuese algo planeado, en posición geográfica muy cercana al más grande mercado mundial de las drogas.

En relación con este tema, había yo leído referencias históricas sobre la prolongada perdurabilidad de los grupos bandoleros de la Sierra Morena, una cordillerita del centro de España. Lo comprobé en estos días en Google. Lean allí las múltiples historias del bandolerismo español, refugiado en recovecos, breñas y escondites de las pequeñas serranías ibéricas, y que persistió por más de seis siglos.

Estos bandoleros eran asaltantes de caminos y de viajeros, que hacían de su quehacer delictivo un régimen de vida grupal y familiar, con su folclor, sus héroes, sus leyendas, etc., y que no pudieron ser eliminados a pesar de los ingentes y continuos esfuerzos de las autoridades españolas.

Lejos estaban esos bandoleros de imaginar el gigantesco negocio del narcotráfico de nuestros días. Su persistencia de tantos siglos de actividad criminal llama la atención y hace evidente que la causa primaria de su vida delictiva se debió a las posibilidades de supervivencia brindadas por las arrugas del territorio peninsular, arrugas que en tamaño y número nosotros superamos con creces.

Las Farc, que fueron primero liberales, después comunistas y más adelante narcoguerrillas, llegaron a esta última etapa porque encontraron en los interminables pliegues de nuestro territorio refugios seguros, con agua cristalina y frondosa arbolada –defendidos ahora con las infames minas antipersonas– para mantener en ellos una vida de llamativos ingresos económicos.

Ante estos hechos, muy tozudos en el orden social, histórico, geográfico y económico, reforzados ahora con atractivas ganancias, podríamos concluir que el anhelo de obtener la paz en Colombia, tal como lo plantean el actual gobierno y sus asesores –tan obsesivos y superficiales en su dudoso tratado de La Habana–, es, quizás, mera ilusión.

Porque en tan particulares circunstancias la paz no se alcanza con firmas y menos en sitio tan peligroso como Cuba; la paz se hace con carreteras de penetración, vías y aeropuertos, con desarrollo, empleo y educación, con seguridad democrática e imperio categórico de la ley, con obras de gobierno, con desarrollos agrícolas industrializados e inversión extranjera y con otras medidas que exigen talento y tiempo. También, con la ayuda del gobierno norteamericano para la lucha contra el comercio de narcóticos. Pero no con firmas que pueden comprometer a nuestro gobierno en concesiones y habilísimas trampas.

Así lo temen los sectores informados del país: negociar la paz con las Farc, uno de los carteles más viejos y grandes del planeta, en un acuerdo tan difícilmente adelantado en La Habana, es un acto temerario en el que el pueblo colombiano no quiere arriesgarse; más ahora cuando la historia ha registrado el caso insólito de Venezuela.

Es a esto a lo que la nación colombiana dijo ‘no’ en el reciente acto electoral, dando el triunfo a Zuluaga, un candidato más gerente que político bla-bla-bla. Y dijo ‘no’, mirando con ternura la irracional ingenuidad del Presidente-candidato.

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