La legítima defensa

La legítima defensa está conectada con el derecho fundamental, inscrito en la Constitución, denominado el derecho a la vida que se complementa con la integridad personal. El derecho a la vida está garantizado por el Estado. Mejor garantía sería la capacidad personal de defenderse por sí mismo el ciudadano común y corriente, que puede hacerlo por el sencillo uso de los puños o del aprendizaje de un arte marcial. De nada le valdrán estas formas de defensa cuando la sorpresa y las armas de fuego o las blancas actúan en manos de los bandidos, ya sean delincuentes comunes, ya sean delincuentes políticos revolucionarios.

La mayor parte de los homicidios o asesinatos son causados por armas de fuego. Insignificante es la cifra de delincuentes que hayan muerto por la aplicación de la legítima defensa, la cual está diseñada como causal de no responsabilidad ante la ley penal, según el artículo 32 del Código Penal colombiano. En la práctica la legítima defensa es un derecho negado por la imposibilidad de cumplir las exigencias legales como la proporcionalidad del ciudadano atacado por el criminal, en cuanto al uso del arma utilizada por las partes. Además la agresión debe ser actual o inminente. ¿Pistola contra pistola? ¿Machete contra machete? Si el asesino de mi hijo huye y yo la alcanzo con mis balas por la espalda, ¿la agresión deja de ser actual e inminente? Desde luego, no todos los jueces son ortodoxos con la literalidad. Para que la legítima defensa y el derecho a la vida no sean letra muerta, todos los ciudadanos deberían tener derecho a las armas de uso personal. Los delincuentes no tienen armas con salvoconductos porque las obtienen en el mercado negro. Los ciudadanos de bien están sometidos a un papeleo imposible de cumplir y a los precios de Indumil que importa o ensambla armas de fuego. La conclusión pareciera ser: “Todos armados o todos desarmados”.

La historia, sin embargo, no se atiene a este razonamiento. Los colombianos somos, a pesar de los bandidos, un pueblo pacífico que prefiere, para su bien, poner los muertos y juzgar a los asesinos. Estamos ante una paradoja: somos muertos porque creemos en la legítima defensa colectiva institucional en manos de la Fuerza Pública, la policía y los magistrados. En esto consiste el republicanismo, pero no la democracia que es más exigente en justicia, en deberes y en derechos como la legítima defensa regulada, pero no castrada. Hay que “democratizar” la legítima defensa para que al momento de utilizarla, al ciudadano de buena conducta no le cambien los papeles: de víctima pasa a ser victimario.

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