La mentalidad subdesarrollada: una desgracia integral

Cuántos costos tenemos que pagar por el subdesarrollo. Uno de ellos, y no el menor, es el del subdesarrollo mental, que se expresa a menudo como una combinación un poco inaprehensible de complejos de inferioridad y prepotencias descabelladas.

Encuentra uno las trazas del fenómeno en muchos lugares: desde el flamante indicador de calidad del Ministerio de Educación, en el que la internacionalización de la investigación se mide por “publicar con extranjeros” (no en buenas revistas, ni resultados altamente relevantes para alguna comunidad), hasta el “usted no sabe quién soy yo”, pasando por una miríada de fenómenos intermedios.

Uno de estos es el errático activismo del fiscal general de la nación. Yo no pongo en duda que tenga buenas intenciones, así como deseos sinceros de pasar por liberal altamente globalizado. Pero muchas de sus decisiones están marcadas por el subdesarrollo mental. Doy tres ejemplos. Primero, la contratación con la flamante firma Springer de unos estudios carísimos, cuyos resultados la opinión pública no puede conocer, pero que Montealegre caracteriza de “revolucionarios”. Bueno: es la primera revolución en la historia, hasta donde sé, que ha transcurrido completamente en la clandestinidad. Es que nadie ha podido leer los documentos completos, y Montealegre se rehúsa a debatirlos en cualquier ámbito. Lo que ha trascendido a la opinión pública es flojo, y no contiene innovación alguna; ciertamente, está muy por debajo de los buenos trabajos cuantitativos que desde hace más de tres lustros se producen en nuestro medio. Pero Montealegre no quiere darse por enterado, porque en su ciencia infusa de sabelotodo también pretende juzgar el estado del arte en un área de investigación sobre la que no sabe nada. Enfatizo: no tendría por qué saberlo. Bastaba con diseñar un mecanismo institucional que permitiera emitir un juicio a alguien que sí supiera. División social del trabajo.

Pero no. Porque en el subdesarrollo las decisiones se toman a dedo, sin conocimiento y sin sentido de Estado. Y esto me lleva al segundo ejemplo. Al pretender reabrir el caso del Palacio de Justicia contra el M-19, lo que hace Montealegre no es solamente violar un principio básico que debe mantener a toda costa un Estado que merezca ese nombre –el respeto a la palabra empeñada—, sino bloquear cualquier acuerdo de paz posible. Si el Estado no tiene credibilidad alguna, ¿a cuento de qué llegar a acuerdos con él? Salió Montealegre peor que el procurador, quien por lo demás apoyó la decisión. Sólo que en el caso de Ordóñez hay una lógica de acción clara y digerible: también subdesarrollada (un catolicismo ultramontano rabiosamente peleado con la modernidad), pero que al menos se puede comprender y predecir. Navarro, un político excelente y generalmente ecuánime, ha respondido, como le tocaba, de manera muy calmada. Pero los que comentamos el episodio desde afuera podemos caracterizarlo como lo que es: un escándalo y una irresponsabilidad.

Como lo es también –y aquí va la tercera joya— la presentación de un proyecto de ley para permitir la interrupción del embarazo hasta los tres meses sin mediar otra condición que la voluntad de la madre. Aquí no quiero dejar lugar a ningún equívoco: estoy rotundamente de acuerdo con la parte sustantiva del proyecto. Ahí tendremos que llegar. Pero a la vez concuerdo con la representante Angélica Lozano: se trata de una propuesta light y farolona, susceptible de causar mucho daño. Existe una cosa llamada Congreso. Están los partidos políticos. Para obtener una reivindicación de ese tamaño se necesita crear coaliciones, conquistar a sectores de opinión, apoyarse en aquellos que han trabajado estos temas por décadas.

Una de mis críticas a la reforma del equilibrio de poderes es que dejó que los jefes de los ultrapoderosos órganos de control siguieran siendo políticos activos. Estamos viviendo en carne propia las consecuencias nefastas de este diseño.

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