LA MUD Y EL DESAFIO DE LA HISTORIA

Carl Schmitt, el gran teólogo de la política al que suelo citar como base categorial de muchas de mis apreciaciones críticas, solía centrar el cambio histórico en dos actitudes existenciales fundamentales de la conciencia política: la voluntad y la decisión. Pues la historia, así sea la expresión de las corrientes profundas que empujan en determinada dirección, no puede fijar por sí misma su propio rumbo: para ello depende de la conciencia activa de sus protagonistas.

Hugh Thomas, el gran historiador inglés, supo comprender ese papel de la conciencia activa del liderazgo en un hecho que le parecía contradictorio: enfrentados a dos dictaduras como las de Batista y Pérez Jiménez, Cuba, que parecía contar con condiciones mucho más proclives a una transición democrática – había vivido mucho más tiempo y de manera aparentemente más profunda largos ciclos de convivencia democrática – desembocó en una dictadura infinitamente más perversa, ruin y devastadora que la de Batista. Mientras que Venezuela, que a lo largo de todo el siglo XX no había contado más que con un breve período de libertades democráticas, aunque cauteladas por las fuerzas armadas, supo dar un salto descomunal hacia la plena democracia. Al extremo de convertirse en la antípoda paradigmática a la tiranía cubana. Responsables por ese quid pro quo no fueron sus pueblos: fueron dos de sus más excelsos líderes: Fidel Castro y Rómulo Betancourt.

Castro tuvo la infatigable voluntad de apoderarse y dirigir el giro de las circunstancias, decidiendo apostar por la construcción de una dictadura de corte marxista leninista. Rómulo, que había vivido la experiencia de la III Internacional y conocía al monstruo por dentro, tuvo la infatigable voluntad de crear un partido y aglutinar a su generación tras un objetivo común, con una sola y suprema decisión: construir la República Liberal Democrática, apostar a la conquista del gobierno y echar a andar el ciclo más provechoso y admirable de la historia moderna venezolana.

Ese ciclo se ha agotado. Y como producto de ese agotamiento histórico ha surgido la crisis existencial que estallara cuando frente a adversas circunstancias, fallara el liderazgo y fracasaran sus hombres. Para verse el país entrega al voluntarismo y al decisionismo de un hombre que supo cortar, en su momento, el nudo gordiano de la crisis, osar un golpe de Estado y empujar con toda su voluntad a quienes quisieran seguirle tras el asalto al Poder. Ese interludio de 14 años llegó a su fin con la muerte de su único sostén, el caudillo, quien, además, no fue capaz de construir instituciones y fundamentar un proyecto viable de país, y en lugar de dar nacimiento a un nuevo ciclo histórico ha venido a terminar de enterrar el que se arrastra desde la ruptura del Pacto de Punto Fijo, la debacle de su liderazgo y la traición de sus partidos y personalidades.

Se equivocan quienes creen que ese fracaso es reversible. La incapacidad intelectual y moral de Hugo Chávez como para darle coherencia y consistencia a su proyecto histórico y la ruindad que ha provocado, han terminado por arrastrar ese proyecto – el llamado socialismo del Siglo XXI – hasta el abismo. Agoniza. Nada ni nadie puede rescatarlo.

Es la dramática situación en que nos encontramos. Precipitada hacia su definición final por las fuerzas más conscientes, decididas y voluntariosas de la sociedad, brotadas del fondo de nuestras tradiciones – el movimiento estudiantil, exactamente como en 1928 y en 1958 – han mostrado la voluntad de enfrentarse al régimen agonizante y han asumido la suprema decisión de cortar por lo sano, llamando a la insurgencia, el desalojo y la construcción de una Nueva Venezuela: exactamente como se lo planteara en las dos grandes crisis del siglo pasado. Es el momento en que los líderes políticos capaces de atender al reclamo de la historia se ven enfrentados a los dos grandes elementos existenciales que se complementan para permitir la apertura hacia una nueva realidad histórica: la voluntad y la decisión.

Frente a esta grave, acuciosa y determinante circunstancia, las fuerzas políticas democráticas se enfrentan a lo que el mismo Carl Schmitt llama “el milagro”: ese momento único, específico, irrepetible en que se abren los cortinajes de la historia y ve la luz un nuevo ciclo histórico, hecho posible por la profundidad y naturaleza excepcional de la crisis. La Nación ha perdido pie, ha quedado al garete, sin anclaje institucional y a la deriva, a la espera del soberano: será aquel, serán aquellos que puedan cortar el nudo gordiano de la crisis y asentar una nueva soberanía.

Es el umbral de la nueva Venezuela en que nos encontramos. Las fuerzas democráticas, nuestras fuerzas, como el Dios Jano, tienen dos rostros: el que mira al pasado, dialoga, intenta salvar y rescatar lo insalvable y ya definitivamente perdido. Y el que mira, sin miedo ni angustias al futuro, seguro del porvenir que nos espera, así ese futuro se nos muestre lleno de riesgos e incertidumbres. Exactamente como sucediera tras el 23 de enero de 1958, nuestro modelo rector. Fundir ambos rostros en una fuerza capaz de dar el paso, cortar los puentes y hollar la terra incógnita del porvenir, he allí nuestra tarea. La misión que la historia nos ordena.

Cuando la MUD, ese nuestro rostro que mira al pasado, se vuelva sin temores, resquemores y reservas hacia el futuro y las fuerzas de la rebelión se fundan con ese reservorio invalorable de nuestro pasado sin dudas, prejuicios ni suspicacias, habremos creado una fuerza irresistible que derribará todos los diques y abrirá, por fin y definitivamente los portones de la historia.

¿Es posible? No hay respuesta sin intentar encontrarla. Es el desafío de la historia.

@sangarccs

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