La oportunidad perdida

Más allá de las objeciones a la JEP
La medianía mental del Congreso

El episodio de las objeciones presidenciales por inconveniencia, en cabeza del primer mandatario, Iván Duque, puede ser recordado como un evento en que de nuevo fue imposible cubrir la paz colombiana bajo el manto positivo de un acuerdo nacional. Porque de nuevo cualquier tema atinente a ella se volvió, como siempre, un punto de honor emocional en aquellos sectores que todavía la consideran, bajo las cláusulas eminentemente procesalistas en que la soportaron, un simple enjambre de incisos y fe de erratas que por lo demás solo compete a ellos dilucidar, aun si las propuestas del Jefe de Estado comportaran tan solo seis de los 159 artículos del proyecto de ley estatutaria de la JEP.

Conciliaciones normativas, asimismo, que no trataban en modo alguno de volver trizas lo acordado, sino de ajustarlo políticamente a ciertos elementos prioritarios de la democracia, como la cooperación en materia internacional y la proporcionalidad penal ineludible aun dentro de los cánones de la jurisdicción transicional, entre otros aspectos, de muy fácil conocimiento y asimilación. Y que en todo caso ya habrá ocasión de acoplar, como incluso lo ha hecho la Corte Constitucional a través de fallos recientes en cuanto al resarcimiento a las víctimas a partir de un estricto listado de bienes de los victimarios, ahora en manos de la Fiscalía y no de la JEP, como venía contemplado en una de las objeciones. Lo mismo que algún día esa misma jurisdicción tendrá que definirse sobre si los reincidentes frente al Acuerdo de La Habana son susceptibles o no de extradición, en lugar de andarse con tan prolongadas evasivas para tomar una decisión, cualquiera sea, desgastando al Estado, la paz y sus propias funciones.

Al respecto, es posible decir también que la motivación judicial de las objeciones por inconveniencia política, dada por el Gobierno, hubiera podido abrir en parte una pequeña compuerta por la cual no iban a perder la oportunidad de colarse los adictos a ver el Derecho bajo la óptica limitada de los tecnicismos procesales. Como se sabe, los que así piensan nunca han escatimado esfuerzo en meter a la nación, en eso y en todo, inclusive desde hace siglos, por ese embudo de insuficiencia dialéctica y prevalencia, no sustantiva, sino circunstancial de las ciencias jurídicas. De hecho, es la típica conducta que corrobora la cultura en cierta tendencia inextirpable de la nación, reduciendo la naturaleza de esta disciplina fundamental a una mera técnica de baranda, en suma, a un trámite mecánico menor. De este modo termina confundiéndose lo que es esencial, sometiendo el Derecho a enredarse en un baúl de anzuelos prefabricado frente a los alcances cohesivos de su contenido superior. Y todavía más, cuya exigencia intelectual implica, por descontado, desentrañar el espíritu de las normas en vez de sumergirlas en la simplificación, mejor dicho, la simpleza de andar buscando por ahí, de parágrafo en parágrafo, lo que sea más útil al propósito anómalo de no admitir puntos de encuentro colectivo para que la paz tenga una salida conjunta de donde y en consecuencia surja, además con naturalidad y legitimidad, su verdadera vocación de futuro.

No cabía en esa mentalidad restrictiva, por supuesto, la idea subyacente de que las objeciones trataban de un asunto de principios, es decir, del origen fundante de la Constitución actual. El concepto matriz de que ella ante todo debe encarnar un “tratado de paz”, según los preceptos de Norberto Bobbio usados por la Corte Suprema de Justicia de la época a fin de fundamentar el fallo para dar curso a un nuevo contrato social, convivente y omnicomprensivo, no será jamás alcanzable dejando de lado a más de la mitad del país. Efectivamente, no hay posibilidad alguna de aducir la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, en concordancia con la premisa constitucional derivada de la sentencia en mención, con base en la fractura social de contraevidencia política prevaricadora.

El episodio de las objeciones, como se dijo, habría podido suscitar una nueva dinámica del sistema democrático colombiano tras la lesiva erosión causada por la confusa y ambivalente interpretación del plebiscito. La negativa, pues, a crear en el hemiciclo parlamentario las condiciones necesarias para avanzar la paz dentro de una sinergia que convoque la voluntad de todos los colombianos ha denotado nuevamente, no solo una mala comprensión en la formación de las leyes, sino el germen disolvente que una vez más se ha propagado en el Congreso.

Por fortuna, no son los portazos dados por la política menuda, ni el brote volcánico de los pleitos partidistas internos o la trama de los intereses creados disfrazados de oposición, los que puedan adquirir un carácter dirigente ni propositivo en el país. Bien ha dicho el presidente Duque que cualquiera fuera el resultado del debate sobre las objeciones no estaría atajando gallinas. De manera que ningún choque, ni punto de honor, solo el eterno retorno del Congreso de siempre.

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