La paz: cuestionario pendiente

En tanto el presidente Santos recibió un mandato para lograr unos acuerdos de paz razonables, el procurador puede hacer determinadas preguntas para asegurar la vigencia del orden jurídico.

Ayer el presidente Juan Manuel Santos dijo que pondrá fin a lo que él mismo definió como “una pelea pública que tengo con el procurador”. Aduce que ese “rifirrafe” (también el término es suyo) no le conviene a nadie, y que por su parte no atizará más polémicas con el jefe del Ministerio Público.

La decisión del presidente de no participar más en esta polémica la reveló tres días después de haber lanzado en una entrevista radial duras expresiones contra Alejandro Ordóñez, a quien caricaturizó como un procurador con sotana que, según insinuó, tiene intereses políticos que explican sus constantes interrogantes sobre el proceso de paz con las Farc. Interrogantes que el presidente Santos enmarca en una estrategia de “falsedades” que siembran incertidumbre entre la ciudadanía.

Apartando el ruido y lo que de vanidades heridas pueda tener esta larga controversia, hay un asunto que emerge de su base, y es el alcance que el procurador le está dando a la expresión “representante de la sociedad” como título habilitante para preguntar de esa forma al presidente, actitud que a éste le parece impertinente, y por eso le pide a aquel que no actúe bajo el paraguas de ese concepto.

La Constitución no define exactamente al jefe del Ministerio Público como representante de la sociedad. Le asigna, sí, dentro de sus funciones de cabeza de un organismo de control, el deber de “defender los intereses de la sociedad”, junto con los de “vigilar el cumplimiento de la Constitución y las leyes”, “proteger los derechos humanos y asegurar su efectividad”, “ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas” y, muy relevante para este caso, “exigir a los funcionarios públicos la información que considere necesaria”.

Es decir, así el presidente de la República considere que la legitimidad real es suya, como receptor de un mandato otorgado en segunda vuelta electoral que le confió lograr un acuerdo razonable de paz con la guerrilla para luego someterlo a refrendación popular, el procurador tiene atribuciones para ejercer los deberes que la Constitución le manda. El punto aquí, como en tantas polémicas derivadas del ejercicio de las funciones públicas, es la forma y el tono.

Y es una lástima, insistimos, que el tono esté afectando el fondo del asunto. Hay preguntas del largo cuestionario del procurador que la sociedad colombiana también se hace y cuyas respuestas, por responsabilidad política, son obligadas.

Incluso esas preguntas deberían formularse en el Congreso, y que de ellas dieran cuenta los ministros competentes. Son interrogantes que la oposición puede y debe formular, y cuyas respuestas no pueden seguir ocultas: ¿Se va a comprar la tesis de que todos los colombianos somos culpables de las atrocidades cometidas por la guerrilla? ¿Son los delitos atroces conexos con el delito político de rebelión? ¿Lo es el narcotráfico? ¿Qué garantías da el gobierno de que no habrá proselitismo armado en las próximas elecciones?

Algunas otras preguntas quedarán pendientes hasta que la negociación en La Habana finalice, pues el mismo gobierno no tiene aún decisiones al respecto. Pero de aquí a eso, queda reiterar lo dicho en el editorial del pasado 1° de abril (“Se puede preguntar, Presidente”): mientras subsistan dudas sobre las motivaciones subyacentes a posibles ambiciones electorales del procurador, el gobierno tendrá argumento fácil para eludir respuestas a preguntas necesarias, de cuya claridad depende la vigencia de un orden justo. Es decir, algo mucho más relevante y esencial que saber cuál de los dos contendientes de ahora saca mejor librado su orgullo.

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