LA RATA SAGRADA Y HEINZ DIETERICH

Un gran artista veneciano del siglo XVIII, Giambattista Piranesi, pasó a la posteridad con los grabados más alucinantes, surrealistas y estremecedores – como dictados por el sueño de la razón, que según Goya en sus también asombrosos Desastres de la Guerra produce monstruos – reunidos bajo el rótulo de Carceri d'Invenzione, cárceles imaginarias. Una visión romántica y aterradora de los infiernos, que uno de sus compatriotas, Dante Alighieri,  retrataría siglos antes en una de las más grandes obras de la literatura, La Divina Comedia.

Es el horror ante la muerte, la angustia ante las ruinas dejadas por el abandono de lo humano, que es el vacío de Dios, el asombro ante la inutilidad de los esfuerzos por alcanzar la siempre huidiza, inasible e inalcanzable felicidad con la que el hombre viene soñando desde que abrió sus ojos. Hay que saber guardar las distancias y respetar lo respetable, sobre todo desde una realidad devenida en cloaca y estatizada en el albañal de nuestras peores taras y nuestras más inmundas lacras residuales.

Pero no puedo menos que sentirme prisionero de una de las cárceles imaginarias de Piranesi o a punto de caer deglutido para siempre por los círculos del infierno dantesco. La estulticia, la incultura, la aberración que un teniente coronel ha logrado sacar a flote de las profundidades aparentemente decantadas de la barbarie nacional no tienen límites ni medidas. Sobrepasan toda capacidad de imaginación y todo trasunto de racionalidad. Y de hecho metaforizan en imágenes y balbuceos de los pobres infelices que nos desgobiernan por orden de los tiranos cubanos las atrocidades de la guerra a muerte: aquellos sórdidos episodios de crueldad aterradora anticipados por Antonio Nicolás Briceño, el odiado vecino de Simón Bolívar que según dice la leyenda propuso el expediente de la más brutal de las brutales guerras a muerte con una pluma entintada en el cráneo de uno de los enemigos convertido por su obscena crueldad en lujurioso tintero de su espantoso escritorio.

El sátrapa ha tenido dos ocurrencias que lo muestran en su indigencia moral y espiritual de cuerpo entero: ha conformado un viceministerio para la Felicidad Suprema, cretinada que no aparece en ninguna de las ensoñaciones utópicas de Occidente, desde La República de Platón hasta el Manifiesto Comunista. Y que ni siquiera se les pasó por la mente a los dos más cruentos caudillos de la historia, de lejos más bárbaros y siniestros que Genghis Khan: José Stalin y Adolfo Hitler. La otra supera toda discreción absolutamente necesaria en un magistrado, si no quiere ser despreciado por payasesco y estúpido, asunto que parece no preocuparle: jura tener pruebas fotográficas de la aparición de la imagen del Boves de nuestra aterida modernidad, el caudillo primigenio fallecido en muy extrañas circunstancias en la isla de Cuba, por cierto: jamás aclaradas,  en los ojos de una rata.

No es folklórico ni ridículo: es sencillamente aterrador. Muestra la regresión de una sociedad que se creía moderna a la infancia de la barbarie caribeña, a los tiempos precolombinos en que se tomaba y sacrificaba esclavos para asegurar la salida del sol y se veía a las deidades todopoderosas en todos los cruces de camino.

Si las menesterosas ejecutorias de este pobre infeliz que pretende imponer la felicidad por decreto, según se comenta en los sórdidos pasillos del poder de la satrapía por instigación de su mujer, para colmo de ridiculeces llamada “primera combatiente” y mantener unidas a sus mesnadas haciéndoles creer que el caudillo reencarna en los ojos de una rata, son pruebas de suficiente irracionalidad como para promover su inmediato desalojo, o volveremos, como en la novela de Joseph Conrad, “al corazón de las tinieblas”, el máximo ideólogo del socialismo del Siglo XXI que ha enmascarado esta insólita regresión a nuestra barbarie – Los Pasos Perdidos, que novelara Alejo Carpentier – con la parafernalia conceptual de su compatriota Karl Marx, Heinz Dieterich, ha soltado una prenda de asesoría política sólo comparable con el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki: convencido de que la crisis económica de este absurdo y sangriento sainete enmascarado tras la etiqueta de Socialismo del Siglo XXI – que según él jamás lo fue – terminará en Apocalipsis, recomienda en entrevista con el periodista Román Losinsky las siguiente medidas, a ser implementadas cuanto antes si se quiere evitar el fin del mundo rojorojito: dejar flotar libremente el precio del dólar y permitir pueda ser adquirido en el mercado según las leyes de la oferta y la demanda; abrir las fronteras a la libre importación de productos de primera, segunda y tercera necesidad para incentivar la producción y la competencia según las leyes de ese mismo libre mercado; reducir la acción del Estado a garantizar la sobrevivencia de los más afectados por esas medidas mediante políticas de beneficencia pública y finalmente desarrollar una política comunicacional para explicar las razones de esos sacrificios iniciales que, de ser aplicadas rigurosa y disciplinadamente, rendirán rápidos frutos.

Me han parecido más aterradoras que la reencarnación del caudillo en los ojos de una rata, por una sencilla razón: son exactamente las medidas implementadas por el gabinete económico del Presidente Carlos Andrés Pérez hace un cuarto de siglo para salir del foso en que la indigencia intelectual y política de su predecesor, Jaime Lusinchi, a quien consideraba “un pobre diablo” – tan dominado por su primera combatiente como el sátrapa de las ocurrencias – había hundido al país. Una situación extrañamente semejante a la actual.

Por aplicar esas medidas, que, tal como lo sostiene en su supuesta inocencia el intelectual orgánico del Socialismo del Siglo XXI, dieron excelentes frutos – premiadas con admiración en el Encuentro de Davos, Suiza,  en febrero de 1992 pues llevaron al mayor crecimiento del PIB en el mundo – Chávez dio el golpe de Estado, asesinó a dos centenas de venezolanos, destruyó la base infraestructural del país y retrotrajo a la sociedad venezolana a las tinieblas de esta canibalesca africanía en que estamos chapoteando.

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