¿Las firmas acabaron con los partidos?

Sin volver a la partidocracia ni al reino del odioso bolígrafo, habría que pensar en reglamentar el uso de las firmas en elecciones.

¿En qué momento la presentación de candidaturas por firmas, mecanismo emanado de la Carta del 91 para evitar el imperio del bolígrafo y la partidocracia, se convirtió en una forma de burlar el espíritu del Constituyente, facilitando toda suerte de trampas a la democracia y engaños al electorado?

Muchos colombianos veían frustrado su derecho a participar en la vida pública de la Nación si no contaban con el beneplácito de las cerradas directivas partidistas. Fue lo que se conoció como la dictadura del bolígrafo.

Por eso, en 1991 se abrió la posibilidad de que los ciudadanos pudieran presentar su candidatura no solo dentro de los partidos, sino de grupos representativos de ciudadanos que recogían firmas y se inscribían ante la Registraduría, fenómeno conocido inicialmente como candidaturas “cívicas”, por oposición a las de los partidos tradicionales, organizados y con maquinaria.

Por esta vía comenzaron a presentarse como candidatos a la Presidencia, al Congreso, a las asambleas y concejos, y sobre todo a las alcaldías, religiosos, periodistas, deportistas, presentadores de televisión, rectores de colegios y universidades, y aun brujos y pitonisas.

No siempre esas experiencias garantizaron la participación democrática, ni la pureza del sufragio, ni la eficiencia en el servicio público: muchos de esos candidatos, ya elegidos, no terminaron sus mandatos por decisiones de la Procuraduría, o de la justicia, y fueron a dar con sus huesos a la cárcel.

Poco a poco se fue produciendo un proceso de “transmutación”, cuando ese instrumento comenzó a ser utilizado por grupos de presión legales o ilegales, por castas políticas tradicionales y hasta por organizaciones al servicio de intereses claramente delincuenciales para colocar a sus fichas en las administraciones regionales. En honor a la verdad, muchos ciudadanos de bien y buenos candidatos aspiraron y aspiran aún por este mecanismo popular.
De ahí se pasó a que aspirantes que, después de deambular por distintos partidos sin conseguir el preciado aval de las agrupaciones reconocidas –expedirlos es hoy, ¡increíble!, función principal de los partidos–, súbitamente mudaban de camiseta disfrazándose de “cívicos”.

Así, de la noche a la mañana comenzaron a verse reconocidos y curtidos políticos denostando de la política tradicional, después de haber sido sus beneficiarios.

En esa gran distorsión ha caído un instrumento que, como otros de la Constitución, fue concebido con la mejor intención de dignificar las costumbres políticas y purificar la democracia.

Por suerte, tal fenómeno ya está alertando a las autoridades con miras a las elecciones regionales de octubre próximo en puntos claves: ¿cómo se recogen y cuánto cuesta la recolección de firmas? ¿Hay relación entre quienes firman y quienes finalmente votan por el ‘recolector’? ¿Puede alguien firmar para varios aspirantes y cómo podría detectarse esa maniobra? (porque casos abundan de candidatos que finalmente sacan un número de votos inferior al de las firmas que los inscribieron). La Registraduría solo dispone de cuarenta personas para esas verificaciones.

Por eso se ha llamado la atención sobre el alarmante número de candidaturas por firmas y probables financiaciones ilegales, en algunos casos. El Registrador Nacional advirtió que entre el 2011 y el 2015 se pasó de 340 a 840 de estos registros. Y estimados de la misma entidad indicarían que, sobre un censo electoral de 33 millones de potenciales votantes, habría once millones de firmas para inscribir candidatos.

Entonces, sin volver a la partidocracia ni al reino del odioso bolígrafo, habría que pensar en reglamentar el uso de las firmas en elecciones. Por ejemplo: en que una misma persona no pueda firmar por varias candidaturas; en un severo control de financiaciones; y en que políticos tradicionales carentes de respaldo partidista dejen de enmascararse con ellas para burlar la buena fe de los electores y deformar aún más la democracia.

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