Las instituciones, otra víctima

Cuando la ley es trompo de quitar y poner
Adiós a la extraña figura del “Congresito”

Quizá pocas circunstancias sean tan desgastantes para el Estado como la improvisación a que se han visto sometidas últimamente las instituciones en aras del proceso de paz. Podría decirse que ha sido ello el resultado de practicar el teorema, válido para la ciencia pero no para la institucionalidad, del ensayo y el error. Una y otra vez, durante los últimos años, se han presentado al Congreso reformas, anunciadas de panacea para dejar atrás el llamado conflicto armado, pero a la larga el ejercicio ha terminado en un estruendoso fracaso y un arrume constitucional inútil. Todo ello sin tener en cuenta, por supuesto, lo que comporta en pérdida de tiempo colectivo, debates inocuos en el Parlamento, carencia de enfoque de para qué son las estructuras estatales y sensación de que las leyes son un trompo de quitar y poner a gusto de lo que dicten los caprichos de turno.

La estabilidad de las instituciones, y en particular del ordenamiento legal, es uno de los bienes democráticos más preciados. No hay, sin embargo, una gran preocupación nacional por este concepto sencillo, puesto que parecería parte de la idiosincrasia colombiana activar la operación legislativa sin garantizar que ello sea verdaderamente necesario. Basta, en cambio, con presentar cualquier proyecto y copar los reflectores de la televisión y las primeras planas de los periódicos. En esa óptica bastante arrevesada de la función pública, donde lo que menos importa es el motivo de la ley y la calidad legislativa, se lesiona el alcance de las instituciones. Podrá cumplirse, claro está, con el objetivo de generar debate en las redes sociales y distraerlas por un día, pero a cambio de un deterioro de las estructuras establecidas, al mediano y largo plazos. El resultado final es la pérdida de credibilidad colectiva y particularmente la merma de la confianza ciudadana en sus instrumentos de cohesión social.

De otra parte, uno de los temas en los que podría haber consenso en cualquier escenario de análisis nacional trata de que el país requiere una mayor generación y soporte en la consciencia política. Es decir, la asimilación por parte de los ciudadanos de que todo cuanto ocurre en torno del Estado es fundamental, no solo para sus propios intereses, sino para lograr las condiciones generales de una sociedad más homogénea. Ello, ciertamente, solo puede obtenerse cuando el debate público es el adecuado y permite que el ciudadano esté al tanto de las variables efectivas por medio de las cuales se busca un orden ajustado a las necesidades sociales. Pero cuando ello se sabe, de antemano, un ejercicio inocuo, puesto que se emiten, derogan o archivan normas en un santiamén, no tiene mayor sentido ocupar parte del tiempo en enterarse de lo que carece de pies y cabeza o que por lo menos será simplemente un artificio desestimable por completo.

Es, precisamente, lo que ha ocurrido con el supuesto acople de la instituciones a los diálogos de La Habana, comenzando por las contradicciones gubernamentales sobre las zonas de distensión. En principio, se dijo que el ajuste general estaba resuelto con el denominado “marco para la paz”, un acto legislativo que fue motivo de arduas polémicas. Luego, cuando ello fracasó, se cambió todo y se afirmó que la clave ya no estaba allí, sino en que el referendo aprobatorio de los acuerdos de Cuba coincidiera con las elecciones rutinarias, para lo cual volvieron a modificarse las normas. Una vez ello tampoco sirvió para nada, se concluyó que el problema radicaba en que era mejor hacer un plebiscito. Frente a ello, como el Gobierno tenía graves problemas de popularidad, se destrozó la ley prexistente y se modificó el umbral correspondiente. Ahora, cuando eso está inclusive en entredicho por el incremento en la desfavorabilidad, se buscan también fórmulas para sepultar el plebiscito. Y a ello se sumó, igualmente, una ley para dar vía libre a un “Congresito” que cambiaría todas las atribuciones del Congreso. Esto se vino finalmente a pique, anteayer, después de múltiples advertencias, como las que se han venido haciendo aquí sobre la “sastrería constitucional” y por aquellos que también tienen aprecio por la seguridad jurídica como esencia de la estabilidad nacional y único norte de una paz práctica y duradera.

El problema es solo uno: cuando hay confianza en las instituciones no hay necesidad de tantos malabares. Cuando ocurre lo contrario, ellas son las principales víctimas de la improvisación y el desespero.

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