Las minas antipersona y la discusión agraria

Ayer un soldado murió y otro fue gravemente herido en un campo minado en Toribío, Cauca, el municipio colombiano que ha sido quizás el más atacado por las Farc: más de 600 atentados desde 1980. El pasado 2 de noviembre, un niño de ocho años de edad murió cuando le estalló otra mina antipersona que las Farc habían plantado en la vereda Santa Inés de El Carmen, cerca de Ocaña. Ese mismo día, en el departamento de Nariño, dos soldados murieron y otros cuatro fueron heridos al entrar a un campo minado instalado por el frente 22 de las Farc en Sumbiambi, un caserío indígena.

Todo eso ocurre en silencio y la víspera del inicio de las “conversaciones de paz” en La Habana, entre el Gobierno colombiano y las Farc. El presidente Santos no dijo esta vez una sola palabra sobre la gravedad de tales crímenes. Las Farc también guardaron silencio. Es como si la muerte de ese niño y la de esos soldados hubieran sido atrocidades ya perdonadas, como si hicieran parte de una cuenta macabra de bajas rutinarias que debe ser ocultada, pues la agresión terrorista que sufre Colombia arroja víctimas todos los días sin que eso logre influir los planes “de paz” del gobierno, y sin que eso conmueva a nadie, ni las autoridades, ni a la justicia, en particular.

 

Esas muertes fueron mencionadas en minúsculos artículos que la prensa publicó en unos pocos diarios. Hoy informaciones de ese estilo hay que buscarlas con lupa en la prensa colombiana.

 

Desbordada y aterrada por la cantidad de salvajadas que cometen a diario las Farc, el Eln y las Bacrim, la opinión pública no sabe qué hacer. Guarda silencio aunque en el pasado supo movilizarse varias veces en las calles contra la barbarie de las Farc.

 

Colombia es un país excesivamente afectado por el terrorismo. El uso de las minas antipersona es sólo un capítulo de los muchos crímenes que cometen las Farc contra Colombia. Pero es un capítulo enorme que no puede ser dejado de lado. Según el International Campaign for the Banning of Landmines (ICBL), Colombia es el tercer país más afectado del mundo por las minas antipersona. Solo Afganistán y Cambodia superan a Colombia en esa inmensa desgracia. Colombia, El Salvador y Nicaragua son los únicos países del continente americano que sufren de ese flagelo. Pero el más golpeado es Colombia.

 

El vicepresidente Angelino Garzón, en una declaración del 26 de septiembre pasado, reveló que más de 10.000 personas han muerto en Colombia únicamente por las explosiones causadas por las minas antipersona que las guerrillas Farc y Eln plantaron en el territorio nacional desde 1990. De esas víctimas, 6.222 eran militares y policías y 3.779 eran civiles. Según fuentes oficiales, en 31 de los 32 departamentos del país las guerrillas han sembrado minas antipersona. Pero minas antipersona artesanales fueron utilizadas también por las Farc desde los años 60. Tirofijo hizo fabricar minas antipersona durante su ofensiva para apoderarse de Marquetalia. Pero ya lo hemos olvidado.

 

¿Cómo es posible que un tema tan grave como este, el de las minas antipersona que siembran las Farc y sus aliados, no sea mencionado ni una sola vez en el documento que el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc firmaron a espaldas del país y que el periodista Francisco Santos dio a conocer, por fortuna, en septiembre pasado?

Al sembrar esas minas, las Farc y el Eln prueban que su guerra no es sólo contra el Estado sino contra el pueblo colombiano y, sobre todo, contra sus capas más pobres y necesitadas. Fuera de los soldados y policías, la mayoría de las víctimas de esas minas en Colombia son niños, jóvenes, mujeres, ancianos, campesinos, indígenas y afrodescendientes. Los animales de los campesinos son también víctimas de esas minas.

 

En cerca de 626 ciudades y centros urbanos de todos los departamentos de Colombia hubo incidentes con esas minas. Ni Bogotá se escapa. El 6 de octubre de 2012, la policía incautó 44 minas antipersona que encontró en una casa del barrio Villa Diana, en las afueras de la capital. Las autoridades estimaron que esos artefactos iban a ser “transportados al oriente colombiano”. Sin embargo, una mina antipersona, tipo lapa, que pudo haber sido fabricada en Bogotá, hirió gravemente al ex ministro y periodista Fernando Londoño Hoyos el 15 de mayo de 2012, mató a dos de sus escoltas e hirió a otros civiles en ese atentado en pleno centro de la capital del país. Los únicos puntos exentos hasta ahora de ese azote de las minas antipersona son las islas de San Andrés y Providencia. Y lo peor: una mina de esas puede tener una “vida útil” (horrible antífrasis) de 50 años.

La Unión Europea anunció hace dos meses que entregaría al Gobierno colombiano once millones de dólares para que ayude a las víctimas de esas minas y para que trabaje en el desminado de los campos. Esa ayuda parece más bien una limosna ante la amplitud del fenómeno.

 

Una parte importante del presupuesto y de las tareas de las fuerzas del orden colombianas consiste en detectar y neutralizar esas minas y descubrir las fábricas clandestinas de minas y de otros explosivos de las Farc y del Eln. Pues la actividad de las guerrillas es enorme en ese terreno. En noviembre de 2011, por ejemplo, tropas de una Brigada móvil del Ejército descubrieron en Antioquia una fábrica artesanal de minas antipersona del frente 18 de las Farc. Hallaron allí casi media tonelada de minas antipersona: 504 minas ya terminadas, así como 461 detonadores, 320 jeringas de plástico, 100 metros de cable detonante, 70 botellas plásticas, un cilindro con 20 libras de explosivo y una rampa de lanzamiento. Según las autoridades, en ese lugar preparaban un atentado contra la base militar de Tarazá. Durante los primeros diez meses de 2011, las tropas de una sola división del Ejército decomisaron 2.271 alijos explosivos y 31 depósitos clandestinos de minas, armas y explosivos.

 

Las Farc no plantan esas minas únicamente en el suelo. Algunas las cuelgan o adhieren a los árboles, para causar muertes o estragos mayores en la cabeza y brazos de las víctimas. Es lo que le ocurrió a Freddy Ramírez, un soldado de 22 años, que perdió un brazo por una mina de esas en abril de 2007, en una vereda de Chaparral, Tolima,

 

Únicamente entre los años 2000 y 2007, 1.398 colombianos murieron por esas minas y 4.527 fueron heridos, según cifras de la Vicepresidencia de la República de Colombia.

 

Según estadísticas del Ejército, en los primeros cuatro meses de 2007, 192 campos de minas fueron neutralizados, de los cuales 11 estaban ubicados en zonas petroleras y en carreteras del país.

 

En julio de 2007, José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, condenó a las Farc por la fabricación y uso de esas minas y enfatizó: “No hay una sola excusa para justificar el uso de esas armas que golpean al azar”.

 

Ante la extensión geográfica del uso de las minas antipersona puede concluirse que inmensos sectores del campo colombiano, de sus tierras cultivables, de sus bosques, de sus planicies, de sus páramos, de sus selvas, de sus vías de comunicación, han sido sustraídos por la fuerza a la actividad humana corriente de los colombianos. En otras palabras, al robo de tierras que han hecho las Farc mediante la violencia directa y la extorsión, fenómeno denunciado en días pasados por el Gobierno, se deben sumar los centenares de miles de hectáreas que las Farc le han quitado a los cultivadores, campesinos, indígenas y afrodescendientes colombianos mediante el uso de las minas antipersona. Pero ese cálculo nadie lo ha hecho.

 

En ese sentido, cómo es posible que el presidente Santos, mediante sus plenipotenciarios, esté dispuesto a discutir la semana entrante con las Farc, en La Habana, acerca de temas angelicales como la “política de desarrollo agrario integral”, “frontera agrícola y zonas de reserva”, “desarrollo social: salud, educación, vivienda, erradicación de la pobreza” y las otras lindezas que contiene el utópico documento intitulado “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, sin que antes le advierta a sus interlocutores que cualquier punto de una eventual “reforma agraria revolucionaria” no puede ser ni discutido ni negociado si antes no se resuelve el problema insondable de las minas antipersona que las Farc plantaron y plantan todos los días en la geografía del país. El silencio de los negociadores ante ese tema es insoportable.

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