Los empalmes y los hallazgos

Hay que pedir a los que entran al gobierno rendir informes sobre los procesos de empalme. Y que, cuando tengan el control de la administración, den cuenta de lo que hallen y de lo que falta.

Los ciudadanos que participan de la vida pública, ya sea mediante el voto o informándose sobre la realidad de su municipio, su departamento, su país, saben que en períodos electorales los candidatos ofrecen lo deseable, pero cuando llegan al gobierno trabajan con lo posible.

Y obviamente los políticos, incluso quienes concurren a las elecciones bajo el ropaje de “antipolíticos”, montan sus campañas con promesas y eslóganes potentes, así sepan que son irrealizables. O incluso puede que confíen en que una vez en el poder es posible llevarlos a cabo.

Por eso son tan importantes los procesos de empalme, en los cuales los equipos de gobierno salientes dan cuenta a los entrantes de cuál es la verdadera situación de los departamentos y los municipios.

Y más útiles serán cuanta mayor transparencia haya en el suministro de información, en la radiografía exacta del “haber” y el “debe”, de los programas en ejecución y de las necesidades aún por cubrir.

Habrá mayores problemas en administraciones con funcionarios salientes que tienen, como se diría popularmente, “muertos metidos en el clóset”: corruptelas o negociados que es preciso ocultar, documentación incriminatoria que hay que desaparecer, o complicidades internas o externas, cuyo silencio deben asegurar. Allí quienes llegan encuentran los computadores vacíos, las carpetas mutiladas o los expedientes perdidos.

El deber moral y cívico de los recién elegidos, no solo con su electorado sino con toda la sociedad, es hacer público, en un tiempo razonable una vez asuman el mando, por lo menos un informe general de qué encuentran, en qué estado y cuáles fueron las condiciones en que se desarrolló el empalme.

Por ejemplo, en febrero de 2012, el recién posesionado gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, cumpliendo un compromiso asumido en campaña, dio a conocer el llamado Libro Blanco, en el que plasmó una serie de denuncias sobre lo que, a su juicio, habían sido irregularidades cometidas en el mandato anterior.

Fue ese un ejercicio inédito, recibido de mala manera por la clase política antioqueña, que se sintió agraviada e injuriada por quienes, en su sentir, venían a presentarse como los únicos impolutos en un medio de corrupción generalizada.

En su momento, este diario consideró necesario ese ejercicio de transparencia, y así lo seguimos pensando. Entre otras cosas, porque quien hace un libro blanco debe ser objeto también de un examen igual de exhaustivo. Y así lo asumió expresamente el saliente gobernador Fajardo en entrevista publicada en este diario el pasado 18 de octubre.

Un libro blanco no es un ejercicio de desquite ni de sacadas de clavo por rencores atorados. Es muestra de una política transparente, de cara a la ciudadanía. Lo deberían hacer todos: los gobernadores y alcaldes que llegan al cargo, haciéndose responsables, obviamente, de lo que dicen.

Es un ejercicio, además, de responsabilidad política, paralela y no excluyente de las funciones que competen a los organismos de control. Tampoco suple las competencias de estos, que, a propósito, a nivel departamental, y en Antioquia para ser más específicos, parecen marchar a un ritmo propio, sin afanes y tampoco sin prioridades.

Sea como libro blanco o con el nombre que consideren apropiado, los antioqueños esperamos de los nuevos gobernantes un balance de lo que encuentran, que conlleva también, por supuesto, un compromiso sobre aquellos programas que requieren continuidad y ejecución por su indudable utilidad social.

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