Los jefes del “socialismo del siglo XXI” son antisemitas

La declaración de Evo Morales del 30 de julio de 2014 contra Israel durante la guerra en la Franja de Gaza revela que el antisemitismo hace parte del programa de los jefes del “socialismo del siglo XXI”. Disfrazado de antisionismo, el antisemitismo emerge como uno de los pilares ideológicos escondidos de esa corriente que ha logrado, desgraciadamente, apoderarse de varios gobiernos latinoamericanos, bajo la férrea orientación de La Habana.

Eso quiere decir que los  jefes políticos, activistas, intelectuales, partidos, periódicos, blogueros, sindicatos, movimientos, grupos religiosos y centros de pensamiento que luchan en Latinoamérica contra la expansión de esa construcción totalitaria deben combatir con mayor firmeza la gangrena antisemita, y no verla, como hasta hoy, como la aberración aislada, particular y personal  de algunos jefes del castro-chavismo. Bajo formas diversas, el antisemitismo es, por el contrario, un componente central del programa de la secta marxista que nuclea a esa gente.

Claro, no toda crítica al Estado de Israel constituye un acto antisemita. Empero, cuando el presidente de Bolivia gesticula que Israel es un “Estado terrorista” él cruza la línea de lo tolerable. Su retórica obsesiva no es un acto aislado. Hace parte, por el contrario, de una campaña que busca  cuestionar la legitimidad de la defensa y de la autodeterminación del pueblo judío.

Cuando Evo Morales hace eso no habla en nombre de los pueblos latinoamericanos. Hay que insistir en eso pues una agencia de prensa europea habló en esos días de  “unanimidad” y sugirió que la frase de Evo Morales reflejaba de algún modo un presunto “malestar de los otros países de la región”.

No hay tal. Quienes intentan explotar la guerra en Gaza para deslegitimar a Israel y ponerse al unísono de Hamas y de la dictadura iraní, son, todos, miembros de la misma banda: la Cuba castrista y los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil, Nicaragua y Argentina. No fue por casualidad que,  tras la monserga de Evo Morales, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, pidiera a sus cómplices del Foro de Sao Paulo que impusieran “sanciones” a Israel. Ortega agregó que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, “tiene el demonio adentro” y necesita “un exorcismo del Papa Francisco”. A diario, Fidel Castro vitupera a Israel por sus presuntos “ataques genocidas”.

Tampoco pasó desapercibida la actitud del presidente uruguayo José Mujica quien estimó, como su patrón cubano, que Israel ha realizado un “genocidio” en Gaza. El falso humanista Mujica aporta, con su cínica frase, agua al molino de los antisemitas de su país y de su corriente política.

El odio de Evo Morales por Israel es conocido. Por eso lo llaman “el coquero antisemita”. En 2011, Morales acogió, en un acto oficial, al ministro de defensa iraní, Ahmad Vahidi, quien es acusado por un tribunal argentino de ser el autor intelectual del atentado contra la mutual israelita de Buenos Aires (AMIA), donde murieron 85 personas y otras 300 resultaron heridas, el 18 de julio de 1994.

En 2012, Morales llegó a cuestionar la existencia misma de Israel en un discurso pronunciado en la III Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de América del Sur y Países Árabes, celebrada en Lima. Tres años atrás, Morales había roto las relaciones diplomáticas entre Bolivia e Israel, siguiendo el ejemplo de Hugo Chávez, quien pretextando el conflicto israelo-libanés las había roto en agosto 2006 y criticado violentamente a Israel incluso antes de que los países árabes lo hicieran.

Para satisfacción de Mahmud Ahmadinejad,  Evo Morales declaró, en 2010, que “Irán es pacifista e Israel es terrorista”. La comunidad judía de Venezuela vive, sobre todo desde 2001, en la incertidumbre y es objeto de crecientes amenazas,  atropellos y espionajes. En 2004, una escuela judía de Caracas fue allanada por la policía para “buscar pruebas” tras el asesinato del fiscal Danilo Anderson.

En un discurso del 24 de diciembre de 2005, Hugo Chávez eructó contra “los que crucificaron a Cristo” y contra los que “han acumulado riquezas en detrimento de los gentiles”. Una semana más tarde, más de doscientos intelectuales y profesores universitarios venezolanos repudiaron la tirada antisemita de Chávez: “Por primera vez en quinientos años de historia alguien se atreve a hacer propaganda antisemita en Venezuela”, dijeron. Recordaron que “no se trata de una declaración aislada del Presidente (…) pues la hilacha antisemita aparece, dijeron, en “otras manifestaciones del discurso ideológico del régimen”.

Chávez había aprendido bien las lecciones de su mentor, el aventurero argentino Norberto Ceresole, quien se jactaba de ser enemigo “de un pueblo cuya vocación traidora se remonta a su huida de Egipto”.

En septiembre de 2013, un organismo judío de derechos humanos criticó a Nicolás Maduro por no hacer nada para frenar la ola de artículos antisemitas publicados en medios oficialistas venezolanos. "El antisemitismo al estilo de Chávez persiste en la Venezuela de su sucesor. El lenguaje de estos artículos, así como la individualización de personas por ser judíos [como el jefe opositor Capriles] o por integrar una institución judía, constituyen una incitación a la violencia contra ellos y contra la comunidad judía venezolana", escribió ShimonSamuels, director de Relaciones Internacionales del Centro Simón Wiesenthal.

Durante la tiranía de Hugo Chávez los ataques antisemitas no cesaron. El Departamento de Estado,  en un informe de 2008, incluyó a Venezuela entre los países cuyos líderes y gobiernos “avivan las llamas del odio antisemita en sus sociedades e incluso más allá de sus fronteras”. Pese a los hipócritas desmentidos de Chávez, quien negaba que  su gobierno fuera antisemita, el informe dijo: “El presidente Hugo Chávez ha satanizado públicamente a Israel y ha utilizado estereotipos sobre la influencia y el control financiero judío, mientras que los medios masivos del gobierno de Venezuela se han vuelto vehículos de un discurso antisemita”.

Ese odio antijudío tuvo dramáticos resultados. El 30 de enero de 2009, 15 asaltantes armados saquearon la principal sinagoga de Caracas. Ingresaron en la madrugada y durante cuatro horas destrozaron objetos del culto. Pisotearon la Torah, el libro sagrado del judaísmo, pintaron en los muros frases antisemitas, como “Israel, malditos” y “Fuera los judíos” y causaron otros daños. El gobierno de Israel acusó al gobierno de Chávez de haber autorizado esa agresión.  Nicolás Maduro, ministro en ese momento,  rechazó la acusación y prometió “llevar a la cárcel” a los responsables. Lo que hizo Hugo Chávez fue acusar al Mossad, un servicio de inteligencia israelí,  de haber realizado ese ataque, en “complicidad” con dos colombianos y algunos “políticos de la oposición” venezolana. El 8 de febrero, Chávez fue más lejos en la abyección. Dijo, sin más, que un “escolta del rabino de esa sinagoga” había participado en el ataque y concluyó que todo eso había sido una “manipulación judía”.

El 26 de febrero siguiente, en la madrugada, otra sinagoga de Caracas fue atacada con una granada, sin causar víctimas. El 23 de noviembre de 2012, un grupo de 50 fanáticos, con el pretexto de “protestar a favor de Palestina”, durante una batalla en Gaza, atacaron la sinagoga de Maripérez, en el centro de Caracas. Gritaron consignas como “judíos asesinos, judíos malditos, dejen de matar a gente inocente”, quemaron un muñeco que simbolizaba a Netanyahu y lanzaron artefactos incendiarios hacia el interior del edificio. Las personas que se encontraban allí tuvieron que huir del lugar.

Los ataques verbales de los chavistas contra Israel ocultan mal la obsesión anti judía, elemento central del rearme ideológico neo estalinista de una parte de la inteligencia y del movimiento social que avanza en Latinoamérica desde el derrumbe de la URSS. En Colombia, por ejemplo, un conocido editorialista de izquierda, Antonio Caballero, estima que Israel es “una hoja de cuchillo de carnicero kosher cuyo mango sería el Líbano clavada en la mitad geográfica del mundo árabe y musulmán”. Mientras los misiles de Hamas llovían sobre Israel, Caballero escribió que “el antisemitismo les sirve a los israelíes de escudo defensivo”. Tal compendio de ignorancia y de simplismo maniqueo, que recuerda la posición clásica del marxismo-leninismo de desconocer la legitimidad de la autodeterminación del pueblo judío, solo es repudiado por la embajada de Israel pues los intelectuales y académicos de Bogotá, a diferencia de los venezolanos, no alcanzan a comprender el alcance de ese enfoque falsamente inocente.

Pese a tal desidia, la obsesión anti Israel no genera “unanimidad” en Colombia. Aunque se acomoda a los objetivos del bloque castro-chavista, el gobierno de Colombia tuvo el valor, al menos, de rechazar la campaña de Evo Morales: el presidente Juan Manuel Santos no aceptó llamar a Bogotá a su embajador en Tel Aviv como ellos le pedían.

En enero de 2010, el investigador Aldo Donzis denunció que en los últimos años se habían producido en Argentina 38 ataques contra cementerios judíos, con más de mil tumbas profanadas.

El aumento de las acciones antisemitas en Venezuela y en Latinoamérica tiene dos orígenes: el más visible es la línea de gobierno castro-comunista que adoptó Hugo Chávez y su alianza estrecha con el régimen iraní de Mahmoud Ahmadinejad, quien pretende que el Holocausto es una “mentira de la propaganda judía” y que el Estado de Israel debe ser “arrasado y borrado del mapa”.  El segundo es la resurgencia en la región de la vieja obsesión antisemita del stalinismo y sus manifestaciones dentro de los partidos comunistas y socialistas latinoamericanos.

Un ejemplo remoto de esa vieja tara: durante el gobierno de Salvador Allende, uno de sus ministros, el marxista Carlos Altamirano, jefe del partido socialista chileno, declaró que una de las cosas que él más detestaba era Moisés, el creador del judaísmo, pues “instauró la prohibición de matar, de robar, de mentir” y “nos quitó así todo lo que tiene la vida de bueno”. El filósofo Víctor Farías resucitó ese episodio y explicó, además, en 2000, que Salvador Allende, durante su gobierno, había “protegido  directa y deliberadamente a Walter Rauff, uno de los mayores criminales nazis, responsable del asesinato de cien mil judíos y creador, con Adolf Eichmann, el sistema de camiones de gas para exterminar judíos”. Farías descubrió que Salvador Allende, en su tesis de grado de 1933, afirmó que la pertenencia a una “raza” explicaba la “tendencia de los judíos a la delincuencia”. Al basar su juicio sobre pseudo antecedentes genéticos, Allende superó, concluye Farías, “las formas del antisemitismo ‘cultural’, cosa que solo hacían los nazis alemanes en 1933”.

Tras la derrota de Hitler, los antisemitas adoptaron un nuevo lenguaje para poder estigmatizar y reprimir a los judíos sin ser acusados de ser nazis. La palabra “judío” fue reemplazada por “sionista”. Stalin, hábil manipulador del lenguaje, tuvo el dudoso mérito de haber lanzado la primera campaña antisionista después del Holocausto. La palabra “cosmopolitismo” también entró al léxico comunista. Con tales vocablos ellos pueden argumentar que cierto tipo de persecuciones apuntan contra “traidores”, “apátridas”, “parásitos” y no contra una religión. Y pueden jugar con la realidad y acusar a los judíos de ser aliados del mismo hitlerismo. “La joven República de los Soviets acusaba al sionismo de facilitar, en los años 20 y 30, las ofensivas del imperialismo británico y, después, en los años 30 y 40, las del hitlerismo”, recuerda el filosofo  Alain Finkielkraut.

En 1975, con el apoyo del bloque soviético y de los países árabes, la asamblea general de la ONU votó la tristemente célebre resolución 3379, el 10 de noviembre, la cual decreta que “el sionismo es una forma de racismo y de discriminación racial”. Antes de retirarse, JaimHerzog, embajador israelí, rompió el documento ante la asamblea.

Tres meses atrás, los soviéticos, a través de Cuba, habían impuesto esa misma idea a la conferencia de los Países No Alineados, realizada en Lima. Esta declaró que “el sionismo es una amenaza para la paz y la seguridad del mundo” y llamó a los países a oponerse a esa “ideología racista e imperialista”.

En 1976, políticos y académicos, sobre todo de orientación marxista e islamista, se reunieron en Trípoli para afinar el arsenal lingüístico para  las futuras campañas destinadas a atribuir a Israel y a los judíos los peores crímenes. El documento central de ese coloquio fue intitulado “Sionismo y Racismo”.

Sin embargo, y tras años de vivas protestas, la absurda resolución 3379 fue revocada (111 votos a favor, 25 en contra y 11 abstenciones) en la asamblea general del 16 de diciembre de 1991, en Madrid.

Pero la intriga antisemita no amainó. La conferencia de Durban, organizada por la Unesco en Sudáfrica, del 2 al 9 de septiembre de 2001, se transformó en teatro de acalorados debates contra el intento de los países árabes de restaurar la revocada resolución 3379.

Aunque el secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, quiso excluir de la declaración toda referencia al sionismo, las delegaciones de Estados Unidos y de Israel se retiraron de la conferencia. Francia y otros países de la Unión Europea amenazaron  con hacer lo mismo si el sionismo era equiparado al racismo. La declaración final fue condenada por Australia y Canadá. Denunciaron que la conferencia estaba usando el conflicto entre israelíes y palestinos “para deslegitimar el Estado Israel y deshonrar la historia y el sufrimiento del pueblo judío”.

En abril de 2009, países como Canadá, Israel, Estados Unidos, Italia, Australia, los Países Bajos, Alemania, Nueva Zelanda y Polonia boicotearon la conferencia “contra el racismo”, llamada Durban II, realizada en Ginebra. La República Checa, Suecia y Marruecos, salieron de la misma para protestar por el “creciente peligro que representa Irán”. El “socialismo del siglo XXI” intenta reactualizar esos polémicos lineamientos  y se encierra en la creencia de que únicamente la derecha y la extrema derecha sufren y sufrieron la tentación antisemita.

¿Ignorantes de la historia o falsificadores? Quizás las dos cosas a la vez.  Sus jefes no pueden ignorar que, por ejemplo,  para socialistas franceses de la primera hora, como Proudhon, Blanqui, Toussenel y Tridon, el antijudaismo y el antisemitismo social, llamado “racionalista”, eran en 1891, como lo recuerda Alexis Lacroix, “la contrapartida de la defensa de los más pobres, el precio a pagar por vengar la miseria del mundo”.  Lacroix agrega que otros líderes socialistas ulteriores, de confesión judía, como LeonBlum, Daniel Meyer, Jules Moch o Pierre Mendès France, sabían muy bien que el antisemitismo había “afectado tanto al progresismo como a la reacción” y que “también podía ser de izquierda”.

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