LOS MILITARES

“Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla”.
Juan Donoso Cortés, 3 de enero de 1849.

Recorriendo las arboladas avenidas del Cementerio General de Santiago de Chile junto al Alcalde Metropolitano de Caracas, Dr. Antonio Ledezma, de visita oficial para depositar una corona en nombre el pueblo venezolano a los pies del mausoleo de don Andrés Bello, sobrio e inmarcesible, rodeado de las honras funerarias de presidentes, ministros y otros altos dignatarios de la historia chilena, me encuentro de pronto con el memorial del general prusiano Emilio Körner, responsable del entrenamiento de los ejércitos de Chile desde que tras la derrota de los ejércitos franceses en la guerra franco prusiana, el presidente chileno Domingo Santa María decidiera romper con la tradición francesa que marcaba la historia de las fuerzas armadas chilenas desde la Independencia  para adoptar las tradiciones militares prusianas como las normativas para blindar de disciplina y verticalidad de mando a quienes serían los encargados de velar por la estabilidad institucional y la grandeza de la patria.

Me impresionó su epitafio: QUI VIS PACEM PARA BELLUM. Quien quiera la paz, que se prepare para la guerra. Fue el responsable de lo que la tradición chilena denomina “la prusianización de nuestros ejércitos”. Que culminara en una crasa diferenciación con los ejércitos de los países vecinos y le confiriese al Estado chileno una vertebración capaz de articular las transiciones de sus ciclos históricos preservando la identidad y corporeidad nacional. Como se viera dramáticamente reflejado en distintos períodos de la historia chilena y particularmente durante la existencial crisis de excepción vivida entre 1970 y 1973, años trágicos  de las turbulencias sociopolíticas casi sismológicas que lo afectaran desde los años sesenta, cuando el embate del castrismo cubano y las fuerzas marxistas estuvo al borde de despeñarlo por el abismo de la anarquía, el caos y la disolución. Incluso de una guerra civil.

Se acaban de cumplir cuarenta años de la dramática intervención de esas fuerzas armadas en la resolución de esa crisis, cuando el generalato de esas fuerzas, dirigidas por la mayor antigüedad de sus ejércitos, el general Augusto Pinochet Ugarte, asumiera la soberanía de un país a la deriva. Cumpliendo al pie de la letra la afirmación de Carl Schmitt, quien en su famoso escrito sobre El Concepto de lo Político señalara que “soberano es quien resuelve el estado de excepción.” Cumpliéndose, por cierto y a cabalidad, la afirmación del constitucionalista, político y diplomático español Juan Donoso Cortés: “cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura.” Para explicar luego, en ese famoso discurso ante las Cortes del 4 de enero de 1849: ”Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno; es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica.” Y como para despejar cualquier duda respecto de sus propios intereses, momentos antes había expresado con meridiana claridad: “Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla”. [1]

La intervención de las FFAA chilenas fue precedida por la declaración de inconstitucionalidad del gobierno del Dr. Salvador Allende en sendas decisiones asumidas por el Congreso de la República y la Corte Suprema de Justicia que, de ese modo, avalaron la acción de las fuerzas armadas chilenas. Que al actuar desencadenando el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 seguían la vieja tradición republicana de instaurar una dictadura legal por orden del Senado romano, de corte comisarial y sin otro propósito, en este caso específico,  que resolver la crisis, reinstaurar el sistema constitucional y restablecer la democracia representativa. Como en efecto.

A muy grandes rasgos, no caben otras actuaciones institucionales para las fuerzas armadas de una sociedad democrática moderna que actuar sobre dos variables críticas fundamentales: las de la defensa de la soberanía frente a eventuales conflictos externos – la guerra – o las de la defensa de la institucionalidad y las tradiciones democráticas en el orden interno, la defensa de la integridad del Estado, órgano rector de la sociedad ante los ataques de todo orden empeñados por las fuerzas de disolución endógenas. Cualquier otra actividad que vulnere esos principios rectores atenta contra la esencia misma de la relación Estado-Sociedad y puede degenerar, en consecuencia, en la destrucción del Estado y de la sociedad misma.

Llama la atención que la conmemoración de los 40 años transcurridos desde el 11 de septiembre de 1973 no haya puesto en cuestión la acción misma de las fuerzas armadas chilenas y el derrocamiento del presidente Salvador Allende, con el consecuente fin del proyecto socialista de las fuerzas de la Unidad Popular y la extrema izquierda, acción de emergencia extrema en la que tuvieron participación destacada las fuerzas socialcristianas hoy coaligadas con las fuerzas del socialismo chileno. Ni que se haya puesto en duda la integridad de las fuerzas armadas mismas y la legitimidad de su acción en el orden interno. El tema discutido ha sido un derivado de la acción militar: las violaciones a los derechos humanos y la participación especial que en dicha violación correspondieran al general Pinochet y a los organismos de seguridad del Estado por él comandados.

Los ejércitos chilenos siguen cumpliendo el mismo rol que los llevó a intervenir militarmente para zanjar la grave crisis de excepción que llevara a la sociedad chilena al borde de la guerra civil: mantienen su misma estructura jerárquica, obedecen los mismos parámetros de obediencia, profesionalidad y constitucionalismo asentados por los generales prusianos que lo dirigieran desde comienzos del siglo XX y se encuentran en un óptimo estado de operatividad como para garantizarles a los chilenos la defensa irrestricta de su soberanía y su paz interior.

Pero sentaron, asimismo, un precedente inolvidable, que es bueno y útil recordar en las actuales circunstancias venezolanas: obedecieron a su comandante en jefe, el general Augusto Pinochet, distinguido con el grado máximo de la tradición republicana chilena, el de Capitán General, en el cumplimiento de su deber, incluso cuando la lucha por la estabilidad interna derivó en acciones injustas y reprobables, asumiéndolas como el costo indeseable de una guerra inevitable. Pero bastó que se descubriera una cuenta a nombre del ciudadano Augusto Pinochet Ugarte por 12 millones de dólares en un banco de Londres, para que esa lealtad y ese respeto de las fuerzas por él comandadas se derrumbaran. La integridad moral y el patriotismo fueron valores inculcados desde el nacimiento de la República. Quebrantarlos es, para las Fuerzas Armadas de Chile, un delito imprescriptible. Obedecer las órdenes de un general corrompido hubiera quebrantado la esencia de la profesionalidad de los cuerpos armados. Un ejemplo encomiable.

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