Machuca no acepta olvidos

Sin que haya verdad, justicia y reparación integral para todas las víctimas, la llama de la matanza no se extinguirá. Allí también arde el fracaso de un ideario en cuyo nombre se ejecutó el atentado.

Veinte años después de la matanza de Machuca (18 de octubre de 1998), uno de los actos de barbarie más terribles en la historia del conflicto armado colombiano, el pueblo sigue ardiendo por sus víctimas y solo se apagará esa llama cuando haya verdad, justicia y una reivindicación o reparación real de toda la comunidad.

Machuca, ese caserío del nordeste minero de Antioquia, históricamente abandonado por el Estado y golpeado una y otra vez por los distintos actores armados ilegales, sigue sin conocer la verdad. Sabe de un comunicado indolente del Comando Central del Eln, en el que calificó el hecho como un error, una improvisación o un daño colateral.

Nada más alejado de la realidad y cercano a la impunidad. La matanza de Machuca es un crimen de guerra y como tal tiene que ser perseguido, sin término de prescripción, y jamás, por ningún motivo, olvidado o archivado en los anaqueles de la justicia colombiana.

Lo que allí sucedió debe permanecer para siempre en la memoria del país, tiene que recordarse como un acto atroz, que sirva de advertencia a los propios victimarios para que quede claro que en la guerra no todo está permitido, que el fin no justifica los medios y que por “noble” que sea un ideal, jamás se justificará el arrasamiento de poblaciones y de la naturaleza misma.

En esa acción atroz del Eln, el caserío de Segovia fue convertido en una enorme bola de fuego que incineró a 84 personas, 41 de ellas niños. Dormían en sus casas, mientras los victimarios atacaban un oleoducto, como lo siguen haciendo, sin importar el daño que causan a las comunidades, sus fuentes de agua, animales y ecosistemas.

El acto fue planeado. En un pueblo pequeño como Machucha, dicen las víctimas, había temor porque corría el rumor de que el grupo armado iba a volar el oleoducto y las consecuencias podrían ser fatales, como sucedió.

En esa misma acción demencial 38 personas quedaron marcadas con cicatrices dantescas sobre sus cuerpos, que bien pueden simbolizar uno de los momentos más aciagos del conflicto armado, el fracaso de un ideario y una estrategia política, en cuyo nombre se cometió la matanza, que de paso abortó los diálogos que se adelantaban con ese grupo armado.

Contrario a las Farc, una organización vertical y con unidad de mando, lo que permitió pactar un acuerdo de paz que hoy, pese a sus dificultades, sigue adelante, pretender un acuerdo con el Eln sigue siendo una utopía, por ser una federación de frentes, la mayoría bandolerizados, dedicados a atentar contra la infraestructura del país, la extorsión, el secuestro, el reclutamiento de niños, el narcotráfico, y cuyos proyectos políticos, incluso en una mesa de diálogo, sucumben ante sus acciones guerreristas.

La matanza de Machuca, según la Unidad Nacional de Víctimas, dejó a la mitad de la población afectada: en total, 230 familias damnificadas (1.070 personas) y 64 viviendas destruidas.

Hechos así no pueden terminar naturalizados o vistos por la sociedad como asuntos normales de un conflicto que, por su degradación y prolongación en el tiempo, viola los mínimos del Derecho Internacional Humanitario y cuyas víctimas en la mayoría de los casos son poblaciones abandonadas o casi que desaparecidas en el mapa de la Colombia profunda, como algunas zonas del nordeste minero y Bajo Cauca, donde la presencia oficial es mínima.

Sin importar el tiempo que haya pasado, Machuca debe concitar la cohesión de la organización social. El pueblo y sus víctimas, muchas de las cuales ni siquiera han sido reconocidas ni reparadas, aún reclaman atención integral del Estado. Algunas cosas se han hecho, pero mientras no haya, insistimos, verdad, justicia y reparación integral de todas, Machuca seguirá ardiendo en la memoria colectiva y del conflicto del país.

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