Más retazos para la colcha

La Constitución del 91 ha perdido esa unidad y esa coherencia, porque el Congreso le ha introducido, hasta ahora, cuarenta reformas, que la volvieron colcha de retazos.

Las constituciones, por definición, tienen el mayor grado posible de unidad y coherencia. Sus instituciones no son rueda suelta dentro del Estado y el sistema político que organizan. El cambio que se haga a una sola de ellas produce inevitable “dominó constitucional”, porque sus disposiciones no son separables del conjunto y texto armónico que, por su jerarquía, tiene el carácter de “norma de normas”.

La Constitución del 91 ha perdido esa unidad y esa coherencia, porque el Congreso le ha introducido, hasta ahora, cuarenta reformas, que la volvieron colcha de retazos. Algunas de esas reformas le rompen vértebras, como la que autoriza la reelección presidencial, pero la mayoría fueron hechas para tratar problemas ocasionales y situaciones meramente coyunturales, que hubieran podido manejarse, en algunos casos, mediante simple ley o acto administrativo.

Entre tanta reforma suelta, disímil y dispersa, no hay pensamiento rector, hilo conductor o enfoque particular que permitan sostener que buscaron estructurar una nueva forma de Estado, de régimen político o de gobierno. Además, quienes las promovieron y aprobaron cometieron tantos errores, inclusive gramaticales y de técnica jurídica, que se puede decir ‘chambonearon’ de manera grave, por lo cual la Corte Constitucional ha tumbado cinco actos legislativos completos y artículos, incisos, parágrafos, frases y expresiones de otros siete, por razones de fondo y de forma.

A pesar de tanta inflación legislativa (“boterismo constitucional”), las grandes reformas que la nación demanda se han vuelto asignatura pendiente para las instancias decisorias (Gobierno, Congreso, partidos). Para satisfacer esa necesidad y llenar ese inmenso vacío, los ministros en funciones han anunciado que presentarán al Congreso proyectos sobre reforma política, judicial y electoral. A esas iniciativas oficiales se sumarán las de los partidos y algunos congresales. Habrá, entonces, proyectos sobre los más variados temas y para todos los gustos. Tratarán, por separado, en distintos momentos y sin ninguna conexidad entre uno y otro, las materias de que se ocupen, a las que se agregarán los consabidos ‘micos’.

Esta forma de cambiar la institucionalidad política es equivocada, entre otras razones, porque lo que el país requiere es una reforma de entidad comparable a la que tuvieron las de 1910, 1936, 1945 y 1968. Como el Congreso no la hizo en los años 80, le abrió las puertas a la constituyente del 91. Esa gran reforma tiene que cambiar las reglas de juego vigentes para acceder al poder, ejercerlo y controlarlo, con el propósito de asegurar masiva participación en la vida pública y en igualdad de condiciones para todos, de ponerles pueblo a nuestras precarias instituciones democráticas y de relegitimar la política para que podamos hacerla de manera bien distinta de como la estamos haciendo. Por eso, no puede ser producto de la imposición de quienes la promuevan y consigan los votos para su aprobación. Tiene que ser producto del mayor consenso posible entre los actores de la vida política, porque debe hacer parte del llamado acuerdo sobre lo fundamental, pues, se repite, debe versar sobre las reglas de juego para acceder, ejercer y controlar el poder, razón por la que a su adopción deben concurrir quienes hoy son gobierno y mañana oposición, o lo contrario, y aceptan que regla de oro de la democracia es la alternación en los puestos de mando del Estado entre quienes respeten la reglamentación que para esos efectos haya sido convenida de común acuerdo.

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