Niños, bajo violencia sin límite

El ataque a dos pequeños en Ciudad Bolívar, suroeste de Antioquia, con una brutalidad asesina, obliga a protestar y exigir protección total a la infancia y castigo ejemplar para el agresor.

Este es un país donde ser niño implica grandes riesgos. El más grave es el de la violencia física y sicológica que afecta a diario a decenas de menores, de todos los estratos y regiones de la nación, en los espacios públicos, los ambientes escolares y el seno mismo de sus familias. Un desconocido que atacó a machete a dos niños de 4 y 6 años, la mañana de ayer, en Ciudad Bolívar, suroeste de Antioquia, nos lo recordó.

Los móviles y la escena del crimen retratan una sociedad enferma, con patologías mentales y sumida en una intolerancia que dejan estupefacto al más insensible. Abusar de la fuerza y de un arma blanca contundente contra dos escolares, que caminan con su madre rumbo a las clases matinales, acongoja, indigna, enoja, pero en especial plantea preguntas: ¿qué pasa, Colombia? ¿Adónde vamos montados en semejante bestialidad contra los niños y adolescentes?

Además de los tratados internacionales para la protección especial y el trato preferencial de la infancia, la Constitución Política establece que los derechos de los niños “prevalecen sobre los de los demás” (Art. 44).

Entre los derechos fundamentales de los niños están los de “la vida, la integridad física, la salud y la seguridad social (…) el cuidado y amor”. Dice la Constitución que “serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral”, y que “la familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el pleno ejercicio de sus derechos”.

Pero esas líneas, contrastadas con la realidad, se convierten en letra muerta. Desde los pequeños que hace varios años mueren de hambre en La Guajira, por ejemplo, hasta aquellos que sufren castigos físicos desproporcionados por parte de sus padres y acudientes. Tanto en casos de niñas abusadas por parientes como en los de menores convertidos en mercancía sexual en las capitales turísticas.

En los hechos de Ciudad Bolívar se describe a un sujeto intolerante que, ante la negativa de la madre de los niños a prestarle un teléfono celular, desenvaina un machete y les produce heridas casi mortales a los pequeños: la amputación de una mano a la chiquilla, de 4 años, y una herida profunda en el cuello, al chico de 6, que lo tiene en riesgo de quedar cuadrapléjico. El transporte inmediato en un helicóptero militar, a Medellín, salvó a los menores de morir en el lugar del ataque.

Aunque la cárcel y la pena que imponga un juez al autor de ese crimen atroz no le evitará un trauma de por vida a ambos niños ni devolverá la normalidad a su hogar, hay que exigir un castigo ejemplar para quien ejecutó una agresión de tales proporciones y efectos. Y esa severidad debe ser la misma para los otros miles de casos que recibe el sistema judicial en todo el territorio nacional, cada año.

Por supuesto, no se trata solo de la necesidad de que haya rigor punitivo contra quienes vulneran los derechos de los niños. Hay que imaginar y poner en marcha planes pedagógicos que impidan la ocurrencia de tales hechos. De poco sirven las rejas para los criminales contra la infancia, si no hay una sociedad consciente de la protección oportuna que debe brindarles en todos los aspectos de su vida.

Qué doloroso resulta sentar una voz de protesta por sucesos que deben avergonzar e imponer reflexiones. Pero sería peor mirar a un lado, para evitarse este malestar, mientras que la indiferencia y la indolencia se convierten en un escudo pasajero e inservible.

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