NO A LA REELECCIÓN INMEDIATA

El Gobierno ha presentado una propuesta de reforma política que supone la modificación de varias normas constitucionales. Como no hay espacio para examinarla toda, me centraré en un par de los puntos más relevantes.

El corazón de la misma es la eliminación de la reelección del presidente de la República. Confieso que fui defensor de la primera reelección de Uribe y recuerdo también que muchas veces, por escrito y verbalmente, manifesté mi oposición a la pretensión de alcanzar un tercer período.

Por bueno que sea un jefe de gobierno, la democracia exige la posibilidad formal y real de la alternancia en el poder. Prolongar más allá de un par de períodos la jefatura de gobierno supone unos costos excesivos para el sistema democrático.

La concentración de poder en cabeza del presidente, que es por definición ya mucha en los regímenes presidenciales, se torna excesiva y peligrosa con la reelección inmediata. Y no solo bloquea la posibilidad de cambio sino que desbalancea el sistema de frenos y contrapesos institucionales que resulta indispensable en una democracia. Basta dar una mirada a lo que ocurre en el vecindario, donde antes Chávez y ahora Maduro, Correa, Evo Morales y Ortega hacen hasta lo indecible para atornillarse en el poder, para constatar los peligros que hay en abrir esa puerta.

Es de suponer que Santos reconoce los riesgos de la figura, aunque no deja de ser una paradoja proponer su eliminación inmediatamente después de haber conseguido la suya propia, a las malas, por cierto. Aunque el Centro Democrático sí ha sido coherente en su posición histórica a favor de la reelección inmediata, intuyo que a la hora de votar la reforma podría apoyar su eliminación. Es al menos lo que debería hacer, después de haber sufrido en propia piel el abuso de Santos y su gobierno, tanto del presupuesto como de la capacidad de presión a las autoridades departamentales y locales para conseguir su apoyo. Lo que ocurrió en las elecciones fue una vergüenza para el sistema democrático y hay que evitar que se repita.

Ahora bien, la propuesta propone la eliminación de toda posibilidad de reelección de un presidente. Sería una limitación excesiva. Como antes de la Constitución del 91, debe retornarse a la posibilidad de reelegir un jefe de gobierno, siempre que no sea de manera inmediata.

Los ciudadanos deben tener la opción de reelegir a un presidente que haga una buena gestión y tenga méritos para ello, siempre que haya transcurrido al menos un período. Esa solución es sabia porque evita la tentación del abuso y permite, al mismo tiempo, premiar al buen gobernante y volver a aprovechar sus condiciones y calidades.

La propuesta cierra la puerta también a la reelección de todos los otros funcionarios públicos, procurador incluido, zanjando la discusión que, con el evidente ánimo de tumbar a Alejandro Ordóñez, se ha pretendido construir sobre los silencios constitucionales que existen en el texto actual.

Bastaría decir que si el procurador no podía ser reelecto porque tal cosa no está expresamente permitida en la Constitución actual, tampoco podrían serlo los congresistas, sobre los que tampoco se dice que puedan serlo.

Como sea, la propuesta trae un veneno al proponer que sea el presidente quien presente una terna de candidatos a la Procuraduría, de la cual escogería el Senado. Hay que recordar que ya hoy el presidente terna al fiscal general de la nación.

Que sea el jefe de gobierno quien terne al fiscal tiene sentido con miras a armonizar la lucha contra la delincuencia entre la Fiscalía y el aparato policial a cargo del Ejecutivo. Pero darle al presidente la posibilidad de que también determine el nombre del procurador va en contravía de la que se supone es la intención del proyecto, es decir, reestablecer el equilibrio de poderes. Y desnaturalizaría la función de control de la Procuraduría.

Su independencia total del Ejecutivo es indispensable para asegurar que pueda cumplir bien su tarea. Lo mismo, por cierto, debería buscarse en la Contraloría.

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