No coma cuento…,

… coma carne. La raza humana se ha alimentado de ella a lo largo de su proceso evolutivo desde la prehistoria. Ya la comían el Australophitecus hace cuatro millones de años y el Homo habilis hace dos millones. Nuestro antepasado de Cro-Magnon, considerado el primer hombre moderno, desapareció hace unos 10.000 años, pero ya había aprendido a domesticar animales y procurarse de ellos sus necesidades proteínicas.

No voy a defender a ultranza las teorías sobre la carne como factor definitivo en la formación del cerebro humano, sobre lo cual existe mucha literatura científica. Pero aunque es claro que ninguna transformación evolutiva, que demanda millones de años, puede ser monocausal, no es menos cierto que es ampliamente reconocida la importancia del consumo constante de proteína animal en el desarrollo humano, no solo como unidad biológica, sino también como organización, como sociedad. Es innegable el aporte de la ganadería y la agricultura al desarrollo económico y social, que hoy tiene su máxima expresión en el actual y formidable reto de alimentar ¡diariamente! a más de 7.000 millones de personas.

Ni qué decir de la lógica irrebatible de las cadenas alimentarias, que hacen parte del balance maravilloso de la naturaleza, en las que el consumo de carne a partir de la necesaria depredación de unos sobre otros es una premisa, con el hombre como último eslabón, animal superior y omnívoro, pero al fin animal necesitado de alimentos, una condición de la cual nos pretende hacer avergonzar una modernidad mal entendida.

Por ello, aunque no soy quien para desestimar las conclusiones de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer -IARC-, una entidad de la cual se presume su autonomía y rigor científico, me quedan muchas preguntas. La carne roja se salvó al ser calificada como “probablemente carcinógena”, es decir, con evidencias limitadas que no permiten comprobar que sea causante de cáncer. No obstante, el boom de la noticia y su pésimo manejo mediático a nivel mundial hicieron mucho daño -como la calumnia, que ahí queda-, aunque luego se haya relativizado la alarma inicial, para aclarar que esa “probabilidad” no es mayor que la de muchos alimentos y sustancias de nuestro diario vivir, y su riesgo está relacionado con altos consumos. Lo que sabíamos por la sabiduría popular: que “todo en exceso hace daño”.

Para las carnes procesadas, calificadas como “alimento carcinógeno”, el golpe fue más duro. Aunque después se aclaró también sobre su bajísimo riesgo en relación con campeones del daño humano como el tabaco, yo me pregunto: Si la carne solita se salvó, entonces el problema es el “proceso”, es decir, las transformaciones industriales con adición de conservantes, colorantes, saborizantes, glutamatos, benzoatos y todas esas sustancias miedosas de letra pequeñita en los empaques. Entonces ¿por qué solo la carne? ¿Qué hay detrás de esa elección discrecional de la IARC? Sin satanizar a nada ni a nadie, ¿dónde quedan todos los alimentos procesados?, ¿dónde las bebidas endulzadas y las harinas?, que están engordando al mundo y, además, se convierten en el azúcar que alimenta las células cancerígenas. ¿No será que la industria cárnica no tiene detrás unas marcas de talla mundial que la defiendan? ¿Qué intereses se mueven detrás de tamaño escándalo?

La FAO, otra entidad de la ONU con enorme credibilidad, recomienda un consumo per cápita de carne de 33 kilos/año. Los argentinos se comen 58, los colombianos apenas 19, así es que mi recomendación es una sola: dentro de una dieta balanceada, pues no coma cuento…, coma carne.

Nota bene. Saludamos el ponderado editorial de El Tiempo sobre el tema.

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